Viaje al centro de Corea del Norte- RED/ACCIÓN

Viaje al centro de Corea del Norte

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Viaje al centro de Corea del Norte

En Corea del Norte
Florencia Grieco
Debate

Selección y comentario por Silvia Mercado, periodista, docente de comunicación estratégica y autora de “El inventor del peronismo” y “El relato peronista”, entre otros libros. Actualmente trabaja en Infobae como acreditada en la Casa Rosada. Viajo a Corea del Norte en 1989 cuando trabajaba en Página/12.

Uno (mi comentario)

¿Qué fue lo que le llevó a Florencia Grieco a viajar no una, sino dos veces al lado oscuro del mundo, ese territorio que parece hundido en un tiempo ignoto, donde no llega Internet ni es posible trasladarse sin el control obsesivo de un espía, una sociedad que vive aislada y domesticada bajo la idea “zuche”, la doctrina inaugurada por Kim Il Sung, una curiosa monarquía comunista? (...)

(sigue mi comentario)

(...) La curiosidad de Grieco es hija de la intuición. Trabajaba en la sección internacionales del diario Crítica. Había días que no tenía demasiado que hacer, porque la agenda exterior no interesaba demasiado en el ombligo del mundo que es la Argentina, y empezó a leer y a interesarse por esa curiosa geografía que, justo en ese tiempo, pasaba a manos de Kim Jong Il y la hambruna se instalaba con fiereza.

Pero no le alcanzó con la información que leía en los cables de las agencias internacionales. Buscó los pocos documentales que se filmaron y se contactó con los pocos que viajaron. Nada alcanzaba a saciar los interrogantes que le generaba ese país lejano y aislado, así que un día logró que se alinearan todos los planetas y sin tener siquiera visa de ingreso se animó a viajar a Pekín, desde donde salía un tren que cruzaba el campo norcoreano para llegar a Pyongyang, la misteriosa ciudad capital.

Antes de irse a dormir, recibió unas indicaciones precisas. “No puede salir sola del hotel. No puede apartarse de sus guías ni del grupo con el que viaja sin autorización. No puede tomar fotos a edificios en construcción ni a personal e instalaciones militares. No puede girar, correr ni hacer ademanes inapropiados en los lugares dedicados a los líderes. No debe tocar las imágenes de los líderes. No puede cortar las caras de los líderes al sacar fotos de sus retratos o de sus estatuas, debe tomar imágenes de las figuras completas y sin reflejos. No debe desobedecer las indicaciones de los guías”. Había llegado a Corea del Norte.

Ya en la mañana siguiente conoció el sentido de la escasez. Estaba en un hotel 5 estrellas pero el desayuno, lujoso en el contexto coreano, era magro, carente de lácteos. Tampoco había demasiada energía. Para ahorrar electricidad, los 7 u 8 ascensores solo funcionaba uno, y ella estaba alojada en el piso 42.

Todo lo que cuenta Grieco es apasionante y lo hace con un ritmo notable, que exige leer más para conocer nuevos y más escalofriantes detalles. La ciudad es oscura a la noche, no hay tránsito por las calles, casi no hay gente en los restaurantes ni en las bibliotecas, los mapas son imposibles de leer. Sin embargo, hay un subterráneo súper moderno y el más profundo del mundo, construido en la década del 70, cuando había financiamiento de la Unión Soviética.

Allí fue que se animó a tomar una foto de una mujer sonriendo. “Me volví, eufórica, tratando de encontrar alguien a quien contarle lo que acababa de pasar, alguien a quien mostrarle esa imagen de la mujer sonriendo en el vagón. Bastó un segundo de cordura para convencerme de que exageraba; después de todo, ¿qué podía tener de extraordinario la foto de una mujer sonriendo en un vagón de un subterráneo? Nada, por cierto. Pero Corea del Norte tiene ese efecto sobre el visitante occidental: vuelve inquietante lo normal”, escribió Grieco.

Conocí ese país en 1989, antes de la caída del Muro. El libro de Grieco tiene la inusual capacidad de relatar ese país que está del otro lado del espejo con un talento que hace atractiva esa experiencia a la que muy pocos se animaron. Hasta dan ganas de viajar. Aunque digamos todo: ella no lo recomienda y yo tampoco.

Dos (la selección)

“El primer norcoreano que conocí era espía. No me pregunten su nombre verdadero porque no lo sé ni quiero saberlo. Solo conozco su «nombre inglés», el nombre de fantasía, para ser más precisos, con que muchos jóvenes asiáticos se rebautizan cuando salen al mundo: Alex Lee.

No adiviné que era un enviado de Pyongyang hasta mucho tiempo después, pero eso no le quitó emoción a nuestro encuentro a bordo del único tren que llega a Corea del Norte. Yo viajaba sola, o eso creía, desde Pekín para pasar diez días en la capital de aquel país hermético y desconocido que ganó por mérito propio el mote de «reino ermitaño»; mi soledad en aquel tren era excepcional, una redundancia en un viaje que hacen solo cuatro mil occidentales por año”.

Tres

“Traté de conservar mis modales como si las siete horas de tren me estuviesen domesticando. Lo conseguí hasta que el tren aminoró la velocidad y se detuvo en una estación blanca que se erigía solitaria en medio de la nada y que podría haber pasado perfectamente por un hotel rural o un hospital pequeño. Entonces di un salto, corrí hasta una de las ventanillas del pasillo y filmé mi primer video norcoreano en cámara lenta: una secuencia morosa en la que el campo cede el protagonismo a la estructura chata y alargada con los retratos sonrientes de Kim Il Sung y Kim Jong Il en el centro. Era oficial, estábamos en Corea del Norte”.

Cuatro

“-No puede salir sola del hotel.

-No puede apartarse de sus guías ni del grupo con el que viaja sin autorización.

-No puede tomar fotos a edificios en construcción ni a personal……. instalaciones militares.

-No puede gritar, correr ni hacer ademanes inapropiados en los lugares dedicados a los líderes.

-No debe tocar las imágenes de los líderes.

-No puede cortar las caras de los líderes al sacar fotos de sus retratos o de sus estatuas, debe tomar imágenes de las figuras completas sin reflejos.

-No debe desobedecer las indicaciones de los guías”.

Cinco

"Volví a asomarme desde la ventana de mi habitación, pero esta vez apenas podía ver sombras y contornos difusos, como si alguien hubiese tapado con una manta la ciudad que yo había visto en la mañana. Casi no había lámparas encendidas en los departamentos de Pyongyang. Apenas un par de faroles de auto perforaban la espesura negra y no quedaban rastros de los postes de iluminación que por algún motivo inexplicable el gobierno había instalado en las veredas. Solo un manojo de luces interrumpían esporádicamente la monotonía: eran los espacios dedicados a los líderes –la plaza central, la colina con las estatuas, el mausoleo–, magnificados por la oscuridad que los rodeaba, exaltados por el resplandor que los bañaba, lejos de las masas apagadas. Aquella noche, con una claridad de la que mi vigilia había carecido, entendí entre sueños la explicación: en Corea del Norte hasta la iluminación es una forma de propaganda".

Seis

“En la realidad oficial, el Estado norcoreano sigue siendo el único propietario de todas las fábricas, granjas y empresas del país, pero en la flamante realidad paralela, los donju pueden abrir una empresa o administrar una fábrica y dedicarse a hacer negocios bajo el paraguas estatal en el rubro inmobiliario, en la construcción o en el comercio. En las industrias, las reformas crearon la figura de director, con derecho a contratar y despedir empleados, reinvertir ganancias, mejorar sueldos o comprar materiales de acuerdo con sus necesidades. En el campo, las granjas estatales de campesinos que trabajan por un salario fijo empezaron a convivir con las cooperativas que florecieron al calor de los nuevos incentivos económicos: una vez que cumplen con la cuota de producción exigida por el Estado, pueden vender el excedente en el mercado (las reformas de 2012 los autorizan a conservar el 30% de la cosecha) para comprar maquinaria, para aumentar los salarios o, simplemente, para multiplicar los ingresos de sus directivos”.

Siete

“«No voy a volver a verlas; deben de tener otras costumbres; la desnudez no es como en Occidente; faltan pocos días para regresar a Pekín», rumiaba mientras miraba mis ojos de huérfana reflejados en la pared cubierta por espejos. Ya vestida de bañista antigua me dejé llevar hasta las duchas, tomé asiento en un banco de plástico amarillo que hacía juego con mis flores y sonreí, desahuciada, mientras me duchaban. Entonces me acompañaron hasta la puerta rebatible de la piscina cubierta, donde los hombres de mi grupo tomaban cerveza mientras intentaban mantenerse a flote, y moviendo la cabeza en el lenguaje universal del rechazo les expliqué que no quería, que no me gustaba nada el agua fría, que si hubiese sido posible me habría escapado, aun en traje de baño, y regresado a mi casa porteña. Me devolvieron a las duchas, me quitaron el traje floreado y a cambio me entregaron un piyama rosa, brillante y tramado como un edredón de hotel, y una bombacha descartable del mismo color, la única prenda que tuve libertad de ponerme sin recibir ayuda”.


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