Tres historias de padres que aprendieron a acompañar a sus hijos en el tratamiento de las adicciones- RED/ACCIÓN

Tres historias de padres que aprendieron a acompañar a sus hijos en el tratamiento de las adicciones

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Ayudar a un ser querido que atraviesa un problema de adicciones no suele ser fácil. Los familiares deben aprender a poner límites, manejar el enojo y evitar la sobreprotección.

Tres historias de padres que aprendieron a acompañar a sus hijos en el tratamiento de las adicciones

Intervención: Pablo Domrose

La decisión más difícil que tuvo que tomar Alejandra como mamá de un joven con adicciones fue echarlo de la casa. “Yo le había dicho a mi hijo que el día que quisiera hacer un tratamiento para mejorar, me llamara. Antes, no. Cuando se fue yo lloraba todas las noche: tenía la sensación de que mi hijo estaba tocando fondo y que tenía que soltarlo. Un mes y medio después me llamó para internarse”, relata.

Llegar a poner este tipo de límites no se dio de un día para otro. Valentín –su nombre es ficticio– empezó a consumir a los 20 años. “En mi familia nunca había existido este problema. Yo tenía el prejuicio de relacionar este tipo de adicciones con un determinado nivel social. No creía que mi hijo podía pasar por esto. Él fue a un colegio católico, pasó su infancia en un club y terminó la secundaria. De todas formas, le pasó”, cuenta.

La opinión que prevalece entre los directores de centros de tratamiento es que, en los últimos años, el consumo de sustancias aumentó y más del 80%. En 2017, 158.976 personas solicitaron algún tipo de asistencia ambulatoria y 37.805 personas buscaron algún tipo de tratamiento de modalidad residencial por abuso de sustancias, según datos del IV Censo Nacional de Centros de Tratamiento, elaborado por Sedronar. Las sustancias que motivan con mayor frecuencia la consulta de tratamientos son: el alcohol, la cocaína, la marihuana, la pasta base y psicofármacos tranquilizantes.

Valentín empezó a estudiar marketing, pero al tercer año casi no fue a la facultad. La mentira en su casa era permanente. Cuando Alejandra comenzó a notar que algo le pasaba a su hijo, empezó a seguirlo y a revisar sus cosas. Él se encerraba en su cuarto y dormía mucho de día. Frecuentó nuevas amistades que su madre nunca conoció. “Yo le preguntaba por qué no se encontraba con sus amigos de la escuela o del club o por qué no me presentaba a sus nuevos amigos”, explica Alejandra.

Era frecuente que Valentín saliera de noche y volviera a su casa después de las 10 de la mañana. “Muchas veces le dije que si no volvía a un horario normal no iba a entrar más a casa, pero era un límite que no podía sostener. Un día de verano, me desperté y no había vuelto. Salí a buscarlo y lo encontré durmiendo en un autito, que se había comprado. En el asiento de al lado vi todo y sentí muchísimo dolor. Ahí tomé coraje y le armé el bolso porque no quería sostener más su adicción. Me di cuenta que todo lo que había hecho hasta el momento no había servido de nada. Tenía que poner límites más claros. No lo pude dejar en la calle, le dejé un mes pago en una pensión”, recuerda Alejandra.

Antes de que Valentín aceptara la internación, Alejandra se acercó a una comunidad terapéutica para ir a reuniones de padres. Allí le decían que deje de ayudarlo, que pusiera límites claros, y los mantuviese consistentemente en el tiempo. Hoy Valentín tiene 27 años y pasó por tres internaciones. Tuvo recaídas y volvió a intentar estar mejor. En todo este tiempo su mamá no dejó de participar de los encuentros, donde se siente muy acompañada

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“Mi hija tenía problemas de conducta, pasó por mil psicólogos, incluso, le diagnosticaron trastorno límite de la personalidad y le dieron medicación psiquiátrica. Tardaron muchos años en darle a la tecla. Ella no tenía TLP, tenía adicciones”, relata Daniel Schattner, padre de Dana, quien actualmente ya egresó de su tratamiento.

Daniel Schattner

Antes de jubilarse, durante las jornadas laborales, Daniel siempre estaba inquieto. Se preguntaba qué estaría haciendo su hija en ese momento. “Tenía miedo de dejarla sola en casa porque podía hacer un caos”, comenta.

Schattner recuerda que en más de una oportunidad su hija desapareció por dos días. “Al principio sentía una desesperación total. Después fui entendiendo que era un patrón común de muchos jóvenes con este problema”, señala.

El dinero suele ser un tema complicado a la hora de poner límites. “Cuando le daba dinero a Dana para ir al supermercado, traía la mitad de las cosas que le pedía y se guardaba el resto del dinero. También, continuamente me decía que perdía celulares, pero en realidad los vendía”, recuerda Daniel. Frente a estas situaciones, las reacciones de Daniel eran de enojo y angustia. Solían gritarse y decirse cosas horribles. “En esos momentos uno se obnubila por completo”, expresa.

Dana pasó por muchos tipos de tratamiento. Primero, ambulatorios. Un día se encontró con una psicóloga con la que pudo conectar muy bien y ella la convenció de la importancia de internarse. Pasó por dos comunidades terapéuticas, pero la echaron al poco tiempo por temas de conducta. Finalmente, fue a la institución El Reparo, En San Miguel, y allí encontró un lugar donde pudo trabajar para estar mejor.

“Ahora Dana tiene 28 años, está viviendo sola, en un departamento que alquila. Tiene trabajo y está estudiando psicología social. Esto no quiere decir que está todo perfecto, pero la evolución es extraordinaria. Ella sigue viniendo a los grupos de egresados de El Reparo y mantiene una terapia con un psicólogo. Yo también sigo viniendo a las reuniones de padres. Este espacio me ayudó mucho en el trato con mi familia y a recomponerme”, relata Schattner.

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Las maestras llamaban constantemente la atención de Alba Flores sobre el comportamiento de su hijo Kevin. “Siempre fue un chico inquieto. A los 14 años empezó a tomar alcohol. Al transcurrir su adolescencia, comencé a sospechar que mi hijo estaba consumiendo otras sustancias”, cuenta Flores.

Alba Flores

En una oportunidad, Flores viajó a Tucumán y volvió antes de lo previsto sin avisar. “Cuando llegué vi a mi hijo destruido. No era el Kevin que yo conocía. Estaba pálido y tenía la mirada perdida. Mi reacción fue darle un cachetazo. Mi hija me frenó. Yo no podía entender que pasaba por la cabeza de mi hijo”, recuerda llena de angustia.

Las peleas en la casa eran constantes.  Lo recuedo así: “vivir con una persona adicta es muy difícil. Uno pone la confianza en que ellos van a cambiar. La convivencia es inmanejable si no se tratan”.

Kevin empezó un tratamiento ambulatorio, pero no dio resultado. “En una oportunidad, el tenía que estar a las 11 en El Reparo, pero nunca llegó. Mi yerno y mi hija salieron a buscarlo por todo el barrio hasta que lo encontraron”, dice Flores.

Alba reconoce que aprendió mucho en estos años. Se dio cuenta que a los gritos no iba a solucionar nada. También, se dio cuenta que darle todo servido a su hijo no lo ayudaba. “Él tenía que aprender a ganarse las cosas solo. Antes, si le faltaba algo, con tal de que lo tuviese yo sacaba un préstamo. Él trabajaba, pero todo el dinero que ganaba lo usaba para el consumo. Nunca se compraba un pantalón o una remera, para eso no tenía plata”, señala.

Al tiempo, unas manchas marrones aparecieron en la piel de Kevin, Alba lo acompañó al médico y allí les dijeron: “Si este chico sigue tomando, no lo tenés a fin de año. Kevin, te tenés que internar, esto no se cura solo”. A partir de ahí, el joven estuvo un año internado. Hace un mes pasó al tratamiento ambulatorio y está viviendo solo.

Las propuestas de las organizaciones

El director de Estrategias de Tratamiento e Integración Sociolaboral de la Sedronar, Ignacio Puente Olivera, opina que en materia de adicciones el abordaje es individual, pero también se debe remitir a la familia. “En el caso de los sectores más vulnerables, debe pensarse un abordaje social, ya que las adicciones son el rostro más cruel de la exclusión”, dice.

El director de Fundación Aylen, Fabián Tonda, sugiere que la mejor manera de acompañar es no emitir juicio sobre la persona con la adicción y acercarse desde lo afectivo y no desde la ruptura. “Yo diría que se busque a los referentes afectivos más fuertes, que se reúnan y amorosamente le digan que lo quieren ayudar. Seguramente tengan una respuesta bastante distinta a la que se imaginan. Siempre que se va a poner un límite, hay que sostenerlo. Si te angustias y levantas el límite, no estás ayudando. Además, el exceso de acompañamiento puede hacer que la situación no cambie nunca”, comenta Tonda. Según el director de Fundación Aylen, cuando los familiares de la persona que consume se acercan a la organización para consultar, llegan con miedo a fracasar en el intento de recuperación, temen que la persona que se quiere ayudar, no los quiera más, e incluso se acercan con sentimiento de culpa.

Tonda señala que los umbrales de riesgo se corrieron mucho en los últimos años en relación al consumo de drogas. “La tolerancia social aumentó un montón. El narcotráfico tiene marketing como una empresa multinacional”, enfatiza.

Juan José Estevez, director de Remar, entidad cristiana que en Argentina atiende a más de 1500 personas de forma gratuita, señala que en los tratamientos se enseña a enfrentar distintas situaciones de la vida, a trabajar en el carácter y se los forma laboralmente en alguna actividad que les agrade. “Lo prioritario en la recuperación es que los jóvenes puedan elegir qué vida quieren llevar. Sería bueno que la familia entienda este proceso y lo comparta. Nos encontramos con familias que tienen interés y se comprometen con el tratamiento y otras que dejan acá el 'problema' para que nosotros nos hagamos cargo. Hay de todo”, dice.