La COVID-19 llevó a la muerte de más de 500 000 personas en el mundo, enfermó a millones y sigue causando estragos. Pero, como dice el refrán —y sin pretender minimizar esta tragedia humana de manera alguna— no hay mal que por bien no venga. Si tomamos las decisiones correctas a medida que los confinamientos se relajen, tal vez la pandemia le haya tendido una mano a la humanidad para lidiar con el desafío mucho mayor del cambio climático.
Antes de que el coronavirus nos golpeara, los activistas como yo habíamos prácticamente renunciado a la esperanza de que el mundo cumpliría la meta del pacto climático de París de limitar el calentamiento global a entre 1,5 y 2 °C sobre los niveles preindustriales, parecía que en lugar de eso el mundo se calentaría entre 3 y 4 °C.
Eso sería una catástrofe planetaria, perderíamos todos los arrecifes de coral del mundo y la mayoría de los bosques tropicales, al tiempo que el calor en muchas de las regiones más densamente pobladas se tornaría insoportable. La producción de alimentos se desplomaría, amenazando con hambrunas e inanición cuando las cosechas fracasaran en los principales graneros del mundo.
Ahora, sin embargo, nada de eso tiene que ocurrir, el coronavirus nos ha obligado a bloquear las economías en tal medida que las emisiones de dióxido de carbono cayeron en picado. Todos vimos la evidencia: cielos más azules, ciudades libres de esmog, y peatones y ciclistas que reemplazan a los automóviles contaminantes. Los científicos estiman que las emisiones mundiales de CO2 caerán hasta el 7 % este año y mantener ese nivel de reducción de las emisiones anuales pondría nuevamente al mundo camino a cumplir la meta de 1,5-2 °C. Eso a su vez salvaría los arrecifes de coral y los bosques tropicales, evitaría crisis mundiales de refugiados, limitaría el elevamiento del nivel del mar y mantendría la mayor parte del casquete glaciar ártico congelado.
Pero aunque la crisis de la COVID-19 nos dio una oportunidad inesperada para el clima, obviamente no podemos mantener los confinamientos para siempre. Millones de personas están desempleadas y un cierre económico prolongado tendría un efecto catastrófico sobre su sustento, con la carga más pesada principalmente sobre los hombros de los pobres.
Afortunadamente, la opción que enfrentamos no es entre el colapso económico y la crisis climática, gracias a una coincidencia extremadamente afortunada el mundo debe invertir con urgencia billones de dólares en descarbonización justo cuando la economía mundial necesita con urgencia un enorme estímulo para que la gente vuelva a trabajar.
Para contribuir al financiamiento de estas medidas, países como Estados Unidos y el Reino Unido debieran emitir bonos gubernamentales con vencimientos a 50 o incluso 100 años. Como las tasas de interés para la deuda gubernamental en algunas de las economías avanzadas es actualmente negativa, los tesoros nacionales podrían captar grandes cantidades de dinero con un costo muy bajo a corto plazo. Y debido a que la deflación es actualmente un riesgo mucho mayor que la inflación, crear dinero adicional a través de emisiones de bonos ayudaría a evitar una posible depresión económica mundial.
Hay quienes pueden objetar la moralidad de que los gobiernos se endeuden y sean nuestros hijos y nietos quienes deban pagarlo, pero emitir deuda pública a largo plazo para lidiar con un desafío que afecta a nuestra civilización dista de ser inaudito.
El Reino Unido, por ejemplo, recién terminó de pagar la deuda pendiente por la Primera Guerra Mundial en 2014, y los ciudadanos de ese país son hoy cinco veces más ricos en términos per cápita que la generación que combatió en la guerra. Si suponemos que el crecimiento económico continuará durante el próximo siglo, nuestros descendientes estarán aún mejor, lo que aliviará la carga futura de los servicios de la deuda.
Greta Thunberg y millones de jóvenes huelguistas climáticos en todo el mundo han intentado correctamente la exhortación moral para persuadir a los líderes actuales a que consideren seriamente los intereses de las generaciones futuras, pero en este momento tenemos que hablar en efectivo contante y sonante.
Solucionar el cambio climático exige gigantescas inversiones de capital ahora. En primer lugar, garantizar un clima habitable durante la segunda mitad de este siglo requiere escalar lo suficiente las tecnologías de energías renovables —como la solar y la eólica— para reemplazar los combustibles fósiles como principales proveedores de energía primaria.
Además, tendremos que producir combustibles líquidos, probablemente amoníaco e hidrocarburos sintéticos, a una escala incluso mayor que la energía eléctrica para descarbonizar la navegación, la aviación y procesos industriales como la producción de acero. La nueva generación de tecnologías nucleares, como los reactores modulares avanzados (AMR, por su sigla en inglés), tendrá un papel fundamental en este esfuerzo.
Las grandes inversiones de infraestructura son por naturaleza proyectos de largo plazo y el costo del capital se debe reducir si queremos que las tecnologías limpias desplacen a los combustibles fósiles. Los gobiernos pueden pedir prestados los montos necesarios a tasas mucho menores que el sector privado y las inversiones resultantes generarán millones puestos de trabajo para reemplazar los que se perdieron en las industrias sucias y contribuir a reactivar la economía mundial después de la pandemia.
El gobierno del Reino Unido ya emitió bonos por US$ 90.000 millones con vencimientos a 50 años o más, que comenzarán en 2055. El RU y otros países podrían emitir 50 veces más deuda —entre 3,7 billones a 5 billones de dólares rescatables a fines de este siglo para colaborar con el financiamiento de la inversión necesaria para superar el desafío climático.
Esos bonos con vencimientos a largo plazo serían un activo seguro para los fondos de pensiones y otros inversores a largo plazo y además les ofrecerían una alternativa para liquidar permanentemente sus inversiones en combustibles fósiles. Después de todo, no habrá activos «seguros» en un mundo con creciente daño climático.
No sugiero que los gobiernos tengan que prestar apoyo financiero a las tecnologías limpias indefinidamente, sino que el desafío es reducir sus costos —como se logró exitosamente con la energía solar— a través de la investigación, el desarrollo y la implementación temprana a escala, hasta que las tecnologías limpias sean más baratas que los combustibles fósiles y la transición energética sea autosostenible.
La crisis de la COVID-19 alineó más que nunca los imperativos económicos y climáticos. Si aprovechamos esta oportunidad histórica, la generaciones futuras seguramente recordarán 2020 como el año en que la humanidad logró tanto derrotar a la pandemia como salvar al planeta.
El último libro de Mark Lynas es Our Final Warning: Six Degrees of Climate Emergency [Último aviso: seis grados de emergencia climática]. Síguelo en Twitter: @mark_lynas.
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