Las revoluciones modernas más conocidas siempre fueron precedidas por una creciente polarización y la incapacidad de solucionar problemas sociales y económicos apremiantes. El aumento de la hostilidad y falta de confianza alimentan las protestas y eventualmente desembocan en la violencia.
El extremismo aumenta porque los moderados se ven obligados a aliarse con quienes están más hacia la derecha o la izquierda. Aquellos que buscan acuerdos con fuerzas moderadas en la oposición terminan siendo vilipendiados y excluidos. Esto ocurre hoy en gran parte del mundo, incluido Estados Unidos. EE. UU. no está por tener otra revolución, pero puede estar acercándose silenciosamente a ello mientras el centro político colapsa.
Los ejemplos históricos más obvios ilustran cómo ocurrió esto en el pasado. Los ideales de la ilustración liberal guiaron inicialmente la Revolución francesa de 1789, pero el rey y la aristocracia se resistieron a perder sus privilegios.
La potencias extranjeras intervinieron contra la Revolución, los líderes moderados como Lafayette —un héroe de la Revolución americana que deseaba establecer una monarquía constitucional— fueron cada vez más vilipendiados por la izquierda (que los consideraba herramientas de la realeza) y por la derecha (que los tildaba de traidores revolucionarios). Eso dio ventaja a los jacobinos, que instituyeron un reinado del terror y provocaron una brutal guerra civil en la que murieron cientos de miles.
En la revolución rusa de 1917, al principio tomaron el poder los socialistas más liberales y moderados, liderados por Aleksándr Kérenski. Cometieron el error de no sacar a Rusia de la Primera Guerra Mundial cuando fueron desafiados por los generales de la derecha que intentaban restaurar la monarquía; entraron en pánico y distribuyeron armas a los bolcheviques de Lenin, quienes aprovecharon la situación.
En una situación tan polarizada, socialistas moderados mantuvieron su alianza con los bolcheviques hasta que descubrieron, demasiado tarde, que ellos también estaban destinados al exterminio.
En Irán en 1978 y 1979, cuando el sha rechazó las reformas democráticas moderadas hasta que fue demasiado tarde, los islamistas derrocaron al primer ministro, Shapur Bajtiar —un liberal de larga data que buscó una solución de compromiso— y lo obligaron a exiliarse a Francia (donde agentes iraníes lo asesinaron en 1991).
Lo sucedió una alianza de islamistas más moderados y radicales, pero el ayatolá Ruhollah Jomeiní usó hábilmente la amenaza de la interferencia extranjera y la ingenuidad de los moderados para destituir y exiliar al presidente islámico centrista, Abolhasán Banisadr. Una vez que logró el control completo, el régimen de Jomeiní desató una oleada de sangrienta represión.
Podría citar muchos otros casos: México en 1910, las revoluciones anticolonialistas después de la Segunda Guerra Mundial, Cuba en 1959 y Afganistán cuando cayó bajo el control comunista en 1978, antes de que los talibanes tomaran el poder en 1996 después de una larga serie de guerras civiles e internacionales.
William Butler Yeats fue quien mejor lo captó con uno de sus poemas más famosos, La Segunda Venida (The Second Coming), escrito sobre la sublevación de Irlanda contra el reinado británico en 1919: «Todo se deshace; el centro no puede sostenerse; / Mera anarquía es desatada sobre el mundo, / La oscurecida marea de sangre es desatada, / […] Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores / Están llenos de apasionada intensidad.» (Traducción de Juan Carlos Villavicencio).
Una cuestión que vincula a esas situaciones es que las sociedades solo quedan tan divididas políticamente después de un largo período en el que resulta cada vez más claro que las reformas son necesarias, pero quienes están en el poder, haciendo caso omiso de lo funesto de la situación, impiden las medidas que podrían salvar al régimen.
Pocos ejemplos son mejores de esto que las entrevistas con el sha unos pocos años después de su violento derrocamiento. Su gente lo adoraba, insistió, y su régimen paternalista era mucho mejor que la indisciplinada democracia occidental. El zar Nicolás II pensó que podía ignorar el grado de descontento existente antes de ingresar a la Primera Guerra Mundial. En las décadas de 1920 y 1930, e incluso después, en algunos casos, las potencias coloniales europeas se rehusaron a abandonar el control de sus dominios excluyendo las propuestas moderadas y gradualistas para el autogobierno. En todos estos casos, reprimir o marginar a los moderados que buscaban el compromiso sólo llevó al extremismo.
Por supuesto, no todas —ni siquiera la mayoría— de las situaciones análogas desembocaron en revoluciones, pero podemos aprender una lección de los resultados más extremos. Demorar las reformas, o buscar reformas que no son lo suficientemente profundas para solucionar los crecientes problemas sociales y económicos, conduce a una mayor polarización. El centro no puede mantenerse y los moderados deben elegir entre unirse a líderes políticos e ideologías más extremos, o aceptar el exilio político (o real).
Un ejemplo catastrófico fue el ascenso al poder de Hitler en 1933. Las soluciones conservadoras convencionales (hoy llamadas «neoliberales») no funcionaban frente al desempleo. Los conservadores temían y odiaban tanto a los demócratas sociales moderados que en vez de aliarse con ellos para crear lo que en EE. UU. se convirtió en el New Deal de Franklin Roosevelt, prefirieron que los nazis llegaran al poder. La ilusión de que podrían controlar fácilmente a Hitler no sobrevivió a esa decisión.
Actualmente, tendencias similares (junto con la violencia de las acompaña) ya han llevado a una terrible guerra civil en Siria y están haciendo que el compromiso sea cada vez más difícil en India, Bolivia y otras partes de América Latina, Irán, Irak y el Líbano. Hong Kong, donde un imposible sueño de independencia ha llevado a que el compromiso razonable resulte extremadamente difícil, puede ser otro ejemplo.
¿Pero, no fue distinta la guerra revolucionaria estadounidense de 1775-1783? Los estadounidenses tuvieron una revolución política genuina, pero no una revolución social, ya que las élites establecidas que la lideraron retuvieron el poder. Trágicamente, no tuvieron éxito en lidiar con la esclavitud.
Algunas de las figuras principales supusieron que desaparecería gradualmente por sí sola, pero en lugar de eso, aproximadamente después de 1820, la sociedad estadounidense comenzó a polarizarse cada vez más. En el sur, liderados por Carolina del Sur, los extremistas tomaron el poder y eventualmente tornaron imposible cualquier compromiso que hubiera puesto fin gradualmente a la esclavitud.
El resultado fue una guerra civil extraordinariamente sangrienta. Hoy día, esa división continúa presente. La división sobre el persistente legado de la esclavitud racial es una de las causas principales, aunque ciertamente no la única, de la creciente polarización política actual.
Entonces, si algo nos aconseja el pasado sobre el presente y el futuro en gran parte del mundo (incluido ciertamente EE. UU.), es que no existe una alternativa estable a mantener al centro, incluso cuando eso requiere superar la resistencia de las élites a las reformas.
El último libro de Daniel Chirot, profesor de estudios rusos y euroasiáticos en la Universidad de Washington, es You Say You Want a Revolution?: Radical Idealism and Its Tragic Consequences [¿Quieren una revolución? El idealismo radical y sus trágicas consecuencias].