La elección presidencial de 2020 en EE. UU. es diferente a cualquier otra que podamos recordar. Las contiendas previas fueron enconadas —y en algunos casos se las describió en términos existenciales—, pero los estadounidenses nunca, al menos en épocas recientes, enfrentaron una posibilidad realista de que la persona en funciones rechace el resultado… y rara vez se corrió el riesgo de que las divisiones partidarias llegaran a convertirse en un conflicto armado.
Nuestro mandato en el International Crisis Group (ICG) es el de evitar, mitigar y poner fin a los conflictos violentos, dondequiera que surjan. Aunque nuestros esfuerzos durante el último cuarto de siglo nos llevaron por todo el mundo, hasta este año no habíamos tenido que centrarnos directamente en Estados Unidos.
En muchos países las elecciones suelen conllevar el riesgo de derramamientos de sangre debido a factores como la polarización política extrema, situaciones donde se pone todo en juego, la proliferación de armas en manos de grupos armados con agendas políticas, y procesos electorales defectuosos que hacen dudar a muchos ciudadanos de los resultados. En esas circunstancias las elecciones pueden ser especialmente peligrosas cuando cada uno de los candidatos cuenta con una base de apoyo importante y comprometida.
Todos estos factores de riesgo están en alguna medida presentes en EE. UU. hoy, pero el que destaca por encima de los demás es la negativa de la persona en funciones a asumir el compromiso de respetar la voluntad de los votantes. El presidente estadounidense Donald Trump sigue insistiendo en que la única forma en que puede perder es si la elección está amañada… y todavía no ha solicitado a sus partidarios que se abstengan de ejercer la violencia.
Si el mundo mirara a EE. UU. como ese país suele mirar a las democracias más jóvenes y menos sólidas en todo el mundo, vería un país que aún sufre el duradero legado de la esclavitud, la guerra civil, los linchamientos, la segregación, los conflictos laborales y la limpieza étnica de los pueblos indígenas.
Vería un país inundado de armas de fuego, donde la cantidad anual de homicidios a mano armada no tiene rival en ningún otro país de altos ingresos, y encontraría que existe un movimiento de supremacía blanca profundamente arraigado y que los propios expertos del gobierno estadounidense advierten que su virulencia va en aumento.
El resto del mundo también sacude la cabeza frente la discriminación racial, la desigualdad económica y la brutalidad policial que constituyen fuentes crónicas de tensión en EE. UU., que estallan periódicamente en demostraciones callejeras y, a veces, agitación pública.
Notaría que muchas grandes ciudades estadounidenses tienen fuerzas policiales fuertemente militarizadas que usan armas y tácticas similares a las de los soldados estadounidenses en zonas de guerra e intervenciones en el extranjero. Vería que los partidos políticos dominantes están en pugna por profundas cuestiones de la identidad nacional: muchos demócratas enmarcan la elección como un momento decisivo para la democracia, y muchos republicanos perciben a Trump como un bastión contra cambios culturales y demográficos en el carácter del país.
En pocas palabras, los observadores en el extranjero pueden ver hoy en EE. UU. muchas de las cosas contra las que ese mismo país previno a otros. Además, las elecciones estadounidenses de 2020 se llevarán a cabo bajo la nube de una pandemia desbocada. Es probable que el aumento masivo del voto por correo proporcione argumentos a Trump para disputar el resultado. Considerando lo que se percibe en juego, es esperable que ambos bandos peleen fieramente en cualquier disputa por el resultado. Y, dadas las complejas leyes electorales estadounidenses, un resultado no concluyente o cuestionado podría llevar a meses de tensa indecisión.
Igualmente preocupante es la creciente amenaza planteada por células armadas de extrema derecha, como los 13 hombres que recientemente fueron arrestados por conspirar para secuestrar a la gobernadora demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer. Esos grupos podrían tratar de intimidar a los votantes y generar problemas si hay controversias por el resultado.
Lo más probable es que si salen a la calle sean desafiados por activistas de izquierda, se podrían sumar a la mezcla actores radicales violentos y eso aumentaría el riesgo de un derramamiento de sangre. Un enfrentamiento que impida los votos o su recuento en uno de los estados cruciales podría escalar rápidamente, en especial si Trump reclama la victoria antes de que hayan finalizado los procedimientos formales y llama a sus partidarios a salir a la calle.
Ciertamente, EE. UU. tiene buenas probabilidades de superar este difícil momento sin que aumente la violencia. Aún cuenta con ventajas de las que otros países estudiados por el ICG carecen, como militares apolíticos, una prensa vibrante y una sociedad civil bien desarrollada. Los líderes de ambos partidos (entre quienes se incluyen, notablemente, republicanos de alto rango) ya señalaron que sus candidatos pueden perder y eso ayudará a combatir cualquier afirmación demagógica posterior a los hechos sobre la manipulación de los votos.
Sin embargo, la situación amerita precauciones extraordinarias. Los funcionarios estatales y locales, junto con los grupos relevantes de la sociedad civil, debieran familiarizarse con las herramientas legales a su disposición y prepararse para usarlas para garantizar que no haya problemas durante los procesos de votación y recuento de votos. Los medios de difusión que aún no lo hayan hecho debieran establecer políticas para evitar declarar prematuramente a un ganador y las principales plataformas de redes sociales tendrán que emplear todos sus recursos para controlar la desinformación.
Los jefes de estado y gobiernos extranjeros también tienen una función importante. Es posible que Trump intente adelantarse a declarar la victoria el 3 de noviembre, afirmando que solo los votos registrados ese día debieran contar y presionando a sus contrapartes en el extranjero para que reconozcan su supuesto éxito. Deben resistirse a ello, hasta que un candidato se dé por vencido o el proceso haya terminado, los funcionarios extranjeros deben evitar los llamados de felicitación. Y, si las cosas empeoran, quienes tengan llegada directa a Trump y su círculo interno deben enviar un mensaje claro: «Si interfiere en el recuento de votos o se niega a aceptar una transferencia pacífica de poder, deberá arreglárselas solo».
Con suerte, y tal vez un poco de ayuda de sus amigos, EE. UU. puede librarse del problema de las elecciones de 2020 y comenzar a reparar las fracturas sociales que lo llevaron hasta este peligroso precipicio. Para que eso ocurra, tendrá que aplicar algunas de las lecciones que tan a menudo ofrece a los demás.
Robert Malley, miembro del Consejo de Seguridad Nacional durante las presidencias de Barack Obama y Bill Clinton, es presidente y director ejecutivo del International Crisis Group. Stephen Pomper, miembro del Consejo de Seguridad Nacional durante la presidencia de Barack Obama, es director superior de Políticas del International Crisis Group.
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