Si decimos amor, rápidamente suspiramos, proferimos un ¡ay! sonoro. Si repetimos amor y además pensamos en una canción, lo típico es que tarareemos “I Will Always Love You” (Whitney Houston), o “Me quedo contigo” en la versión de Rosalía. Incluso “What is Love” (Haddaway), la canción que triunfó en los años 90 del siglo pasado, mi favorita.
Pero, como dice el título de la canción de Haddaway, ¿qué es el amor? Nos resulta relativamente fácil reconocer que lo sentimos, cuándo e incluso cómo. Pero hasta ahí. La definición, admitámoslo, se nos resiste. Podemos salir del embrollo echando mano de lo académico, de la etimología, y encontraremos que AMOR deriva de la palabra de origen latino “amoris” (genitivo singular). La cuál a su vez tiene raíz indoeuropea “amma”, voz que usaban niñas y niños para llamar a sus madres.
Si seguimos tirando de academicismos y buscamos información “de lo mío” (soy biólogo) nos encontramos con la siguiente sorpresa: el amor es pura bioquímica. En concreto litros (bueno, algo menos) de testosterona, estrógeno, dopamina, noradrenalina, serotonina, oxitocina y vasopresina. Esto es, de hormonas.
Las hormonas son sustancias producidas por organismos multicelulares para informar o señalizar con el fin de mantener la homeostasis celular. Es decir, el equilibrio, la condición normal celular.
Las hormonas se clasifican en tres grandes grupos químicos: peptídicas (o derivados aminoacídicos), eicosanoides y esteroideas. Cada uno de nosotros es capaz de sintetizar cantidades variables de hasta 50 hormonas diferentes. ¡No os digo nada si sentimos amor!
Las tres emociones del amor
Muchas científicas y científicos creen que el sentimiento del amor se puede fragmentar en tres: atracción, deseo y apego. Cada uno caracterizado por su propio arsenal hormonal.
La atracción depende del trío dopamina, noradrenalina y serotonina. Cuando nos referimos a la dopamina, y también a su derivado, la noradrenalina, estamos hablando del circuito cerebral de la recompensa. Ambas nos hacen sentir con energía, eufóricos, sin ganas de dormir o de comer. Ahí puede uno encontrar base científica a la frase “Ha perdido el apetito, ¡estará enamorado!”.
La falta de apetito se acentúa con el aumento en los niveles de serotonina, también conocida como “hormona de la felicidad”. Curiosamente no se produce en su mayoría en el cerebro, sino en el tracto gastrointestinal. No es de extrañar que, para describir los efectos del amor, acostumbremos a decir que “tenemos mariposas en el estómago”. Después de todo, una función muy importante de la serotonina es precisamente el control del apetito, la sensación de saciedad. Mientras más serotonina secretamos, menos hambre sentimos.
La serotonina se sintetiza a partir de un aminoácido esencial, el triptófano, que no somos capaces de producir y que necesitamos tomar en la dieta. Por tanto, las dietas ricas en proteínas que contienen mucho triptófano suelen ser saciantes.
Aunque parezca que nada tiene que ver, nuestra microbiota intestinal, los microorganismos que están presente en nuestro sistema digestivo, son capaces también de controlar los niveles de dopamina y serotonina. Suele ocurrir que mientras más pobre es nuestra microbiota, menos niveles de esas hormonas tenemos. Va a ser que lo que sentimos cuando nos enamoramos son microorganismos en la tripa en lugar de mariposas…
Deseo y apego
En el caso del deseo, las protagonistas son la testosterona y el estrógeno. Ambas hormonas se sintetizan en los genitales, cierto. Pero la estimulación para producirlas proviene de nuestro hipotálamo, que es una parte muy importante de nuestros cerebros de primates.
Por cierto, desmontemos el mito del “machito”. Porque ni la testosterona es una hormona típica del hombre ni el estrógeno es característico de la mujer. Ambas juegan papeles importantes en ambos sexos. La líbido, por ejemplo, se ve influenciada por la testosterona tanto en hombres como en mujeres.
Después de haber sentido hacia la persona de la que nos hemos enamorado un deseo y una atracción irracionales, solemos llegar a una aparente calma. A ese sentimiento que unos llaman “amor verdadero” y otros amistad. Vamos, que nuestra relación amorosa es ya de larga duración.
Pero el apego va más allá, porque también es típico de relaciones materno/paterno-filiales. Y es terreno abonado para la oxitocina y la vasopresina. La oxitocina, producida también por el hipotálamo, es principalmente conocida porque se libera durante el parto (y se usa para inducir el parto). Se secreta también en grandes cantidades durante cualquier acto sexual o durante la lactancia, actividades que crean fuertes lazos de unión. No en vano a la oxitocina se le conoce como la “hormona de los abrazos”. De ahí que enamorados nos volvamos tan pegajosos.
Celos irracionales
No me gustaría finalizar sin hablar de algún aspecto negativo e insalvable del amor: la irracionalidad o los celos. Esos comportamientos son también culpa directa del arsenal químico del que ya he hablado.
Así, excesos de dopamina y oxitocina mantenidos en el tiempo pueden estar detrás de comportamientos amorosos negativos, igual que lo están detrás de comportamientos anormales relacionados con el abuso de alcohol o drogas. No es de extrañar, por tanto, que las mismas regiones del cerebro se enciendan si sentimos atracción por alguien o si estamos de “botellona”.
Por cierto, que por más que pese a las personas románticas, el amor no tiene sentido alguno sino a la luz de la evolución, con el permiso de Dobzhansky. El único sentido del amor es la perpetuación de la especie humana. Como les ocurre al resto de los animales. Química y evolución. En eso se resume todo.
Eduardo Villalobo Polo es profesor Titular en el Departamento de Microbiología, Universidad de Sevilla.
© The Conversation. Republicado con permiso.