La palabra democracia proviene del griego, démos (pueblo) y kratos (poder). Es decir, la democracia, etimológicamente hablando, se traduciría como el poder o gobierno del pueblo. Por tanto, cuando aludimos a ella no podemos pasar por alto que se trata de un quehacer común, pese a que la historia nos muestre multitud de gobiernos en los que se ha intentado concentrar el poder en pocas manos para así ejercer un mayor control de la ciudadanía.
Precisamente, para resolver esa concentración de poder, el propio sistema democrático ha ido proporcionando mayores herramientas y armas a la sociedad con el objetivo de convertir al pueblo en ciudadanos, con un criterio propio que puedan manifestar en multitud de circunstancias. De ahí deriva, por ejemplo, uno de los valores fundamentales del ordenamiento jurídico, la existencia de pluralismo político (art. 1.1 Ce), así como el derecho de participación ciudadana (art. 23 Ce).
La cada vez mayor participación de la ciudadanía en la toma de decisiones públicas es, sin duda, un éxito. Por tanto, a mayor participación ciudadana, mejor calidad democrática, pues, aunque el resultado final no contente por igual a todos, el hecho de poder manifestarse libremente y llegar a una serie de acuerdos es algo propio que diferencia a las democracias de las dictaduras.
La información (¿veraz?) es poder
Desde siempre se ha dicho que la posesión de información está íntimamente relacionada con el poder, y de ahí que no nos resulte extraño que en las últimas décadas numerosas campañas electorales hayan gastado dinero y tiempo en el llamado marketing político que, si además cuenta con el beneplácito de la línea editorial de los medios de comunicación más importantes del país, sin duda, será un factor de éxito para alcanzar el tan ansiado poder.
Sin embargo, con los medios de comunicación tradicionales ya no es posible controlar a la población, por lo que se hace necesario un nuevo método de presencia en la red. De ahí que prácticamente todos los periódicos, noticiarios, administraciones públicas, gobiernos y políticos tengan una cuenta en Twitter, Facebook e incluso Instagram, entre otras redes. Son conscientes de que solo de esta forma pueden llegar a un sector bastante más amplio y heterogéneo de la sociedad.
Pero ¿qué ocurre cuando la información presentada en estas redes está corrompida o seccionada? Evidentemente, los profesionales que se encuentran detrás de una cuenta de un partido político, o de un medio de comunicación digital, son conocedores de la forma de lanzar un determinado mensaje. En este contexto, si el contenido acaba desinformando en lugar de informando, inevitablemente se generará una creciente polarización de la sociedad, pues la discrepancia constante deviene en enfrentamiento.
La manipulación informativa es tan antigua como la propia existencia de los medios de comunicación y en la mayoría de ocasiones la información está cargada de opinión, por lo que se convierte en una tarea complicada encontrar una información completamente neutra.
La posverdad, las fake news, buscan llenar una determinada información de emociones, con el fin de provocar una respuesta en el receptor del mensaje, generalmente el clic en la noticia sugerida o la viralización de la misma. Esto deviene en un clima de polarización, falta de empatía con quien no piensa como yo, generando un contexto antidemocrático latente.
La población adolescente, grupo de riesgo ante la desinformación
Evidentemente, las personas de avanzada edad y, por tanto, menos duchas en el uso de internet y redes sociales, son propensas a acceder a bulos y noticias sesgadas que lo que buscan es llamar su atención a través de un titular impactante, para que sea compartida rápidamente y, por tanto, consiga hacerse viral en pocas horas.
Véase el ejemplo de la cantidad ingente de fakes news que circularon por WhatsApp durante los meses más estrictos de confinamiento domiciliario en 2020 sobre datos relacionados con la pandemia.
No obstante, lo que sin duda es más preocupante de cara al futuro democrático es que la dependencia tecnológica se agranda conforme se reduce la edad. Cada vez a edades más tempranas observamos una dependencia tecnológica clara. Y no acceder a esos escenarios tecnológicos genera, a su vez, una sensación de desamparo y gran vacío emocional.
Particularmente, los adolescentes, que son, precisamente, quienes se encuentran en la etapa en la que el ser humano busca su lugar en la sociedad, consumen información principalmente a través de redes sociales, en las que, además, participan activamente, como es el caso de Twitter.
Hemos llegado al punto en el que no importa que algo sea verdad o mentira, todo dependerá de la fuente de la información u opinión. Es decir, si se ajusta a lo que yo sobreentiendo que debe ser lo correcto, será verdad. Si no, pensaré que es mentira. Así, todo se reduce a que la persona o medio de comunicación que la emita sea o no de nuestro perfil ideológico. Sin duda, esto es trágico desde el punto de vista democrático porque se polariza el debate político, y solo se contempla lo que dice el sector afín, y se niega, en consecuencia, cualquier escenario de verdad o verisimilitud a los demás.
No es que la verdad no importe, que es precisamente una de las bases de la posverdad, es que el manejo de las emociones y el silenciamiento de las opiniones e informaciones que pueden hacernos reflexionar consiguen que solo contemplemos una parte del debate, la que un algoritmo determinado nos ha perfilado en función de nuestro uso de la red, creyendo que nuestra verdad es la única posible.
¿Se puede revertir esta situación?
Si bien hemos tratado hasta ahora el uso sesgado de la información como algo negativo para la buena salud democrática de un país, no está todo perdido. Para evitarlo, debe reforzarse un sistema educativo que priorice el fomento del espíritu crítico y la capacidad de análisis.
¿De qué sirve invertir recursos en insertar más tecnologías en las aulas si esto no va acompañado de un uso ético de las mismas? Para aprender a usar las nuevas tecnologías se está a tiempo, pero para no ser manipulable y tener espíritu crítico la cuenta atrás es más rápida y urgente.
María Dolores Montero Caro es doctora en Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba. Jorge Castellanos Claramunt es profesor Derecho constitucional de la Universitat de València.
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