Vivimos un momento de profundo cambio de prácticas sociales. El mundo se ha transformado en menos de un año en un gran laboratorio de experimentación de cambios en las rutinas.
La investigación que ha rodeado la sindemia de la covid-19 ha sido eminentemente desde la biomedicina, en la doble vía de producir una vacuna y de intentar tratar, contener y controlar los contagios. He usado el término “sindemia” –no es ninguna errata– siguiendo la propuesta de Richard Horton, editor jefe de la revista científica The Lancet.
Horton, en septiembre de 2020, insistía en que los enfoques basados en detener la pandemia exclusivamente desde un punto de vista biomédico no son suficientes porque no nos enfrentamos a una pandemia sino a una sindemia .
Utilizaba la propuesta del modelo “sindémico” desarrollada en la década de 1990 por el antropólogo Merrill Singer para señalar que la covid-19 se da más en ciertos grupos sociales dependiendo de patrones de desigualdad de nuestras sociedades.
Por lo tanto, las medidas que se tomen deben ir necesariamente a equilibrar las condiciones de desigualdad, así como ir dirigidas a la interacción entre factores sociales y biomédicos. Horton insiste en que cambiar el término a sindemia es importante ya que “la consecuencia más importante de entender la covid-19 como una sindemia es prestar atención a su origen social”.
Por lo tanto, poner el centro en las desigualdades sociales que están detrás de la covid-19 es un paso ineludible dentro de las políticas de salud, trabajo, economía. Pero, ¿se está dando este paso? ¿Qué investigación se está financiando sobre la covid-19 desde las ciencias humanas y sociales? A nivel internacional, en algunos países europeos se ha realizado una apuesta decidida por la investigación en estos campos desde el comienzo de las medidas de confinamiento, como Reino Unido, Noruega y Finlandia.
Únase y apueste por información basada en la evidencia.
En España, el CSIC también ha realizado una convocatoria interna de proyectos y hay una plataforma que aglutina las investigaciones sobre el impacto social, político, económico y medioambiental de la covid-19. Es una gota en el océano porque, hasta ahora, la única convocatoria pública del sistema nacional de ciencia para proyectos específicos sobre la sindemia ha sido la del Instituto Carlos III y, de cerca de 24 millones de euros destinados a proyectos de investigación, no se financió ninguno sobre los efectos sociales del coronavirus.
A principios de octubre, las principales asociaciones de ciencias sociales, lideradas por la de antropología hicimos un comunicado llamando la atención sobre este tema. En él explicábamos que los efectos de la covid-19 no se limitan al ámbito clínico o epidemiológico.
“Desde el primer momento la pandemia demostró la virulencia de su dimensión social: sobre el empleo y el sistema productivo, sobre las geografías formales (renta, movilidad, densidad) e informales (redes de solidaridad) de nuestras ciudades, sobre la gestión de los datos, la gestión hospitalaria, las estructuras familiares, la educación online o los procesos de gobernanza de la administración pública. El mundo que la covid-19 desplegó ante nuestros ojos resultó ser, desde el primer momento, un mundo social”.
Un par de días después de lanzar este comunicado, el 6 de octubre de 2020, la Organización Mundial de la Salud instaba a que se incorporaran a las ciencias humanas y sociales para trabajar con “las comunidades”, acompañándolas para evitar los efectos de la fatiga social. En la declaración oficial del director regional de la OMS en Europa, Hans Henri Kluger, insistía en tres líneas de acción:
Estar en contacto de forma regular con las comunidades y utilizar los datos que se generen.
Cocrear intervenciones con las comunidades.
Dar respuesta a las necesidades de la ciudadanía de maneras innovadoras.
Para encontrar soluciones innovadoras, de nuevo insisten desde la OMS, es esencial contar con los saberes y metodologías de las ciencias humanas y sociales. Más allá del uso problemático –desde la antropología– de la palabra “comunidades”, en este comunicado, así como en las directrices generales de la OMS sobre el tema de la fatiga social se reitera la importancia del codiseño de las medidas a tomar.
La forma de implantar recomendaciones sobre cambios en las rutinas diarias, si vienen de arriba a abajo, tiene un nombre: ingeniería social. Desde hace varias décadas, el análisis de las políticas científicas ha señalado que la incorporación de las ciencias sociales a programas de gobernanza ha fracasado cuando se ha realizado desde la ingeniería social.
Por ejemplo, en 1998, James Scott en su libro Seeing like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed señala precisamente un error muy común –y con efectos desastrosos– en el que precisamente está incurriendo la gestión de la sindemia actual: se intenta mejorar las condiciones de vida de un grupo de personas pero sin contar con ellas. Hace falta un codiseño de las medidas que se adopten, involucrando a diferentes actores no como receptores silenciados de las medidas, sino como parte fundamental de su creación. Sólo a través de este codiseño, a través de la escucha activa, se podrá evitar el proceso de estigmatización de grupos, como la preocupante tendencia a culpabilizar a grupos de jóvenes.
Los medios –algunos medios– están siendo portavoces de las ideas que acabo de presentar, incidiendo en las fracturas sociales que crea la covid-19 y explicando que los grupos más vulnerables sufren y sufrirán a medio y largo plazo secuelas que estamos sólo empezando a intuir. Sin embargo, esta conciencia de la importancia de los aspectos sociales no ha venido acompañada por esfuerzos para potenciar líneas de investigación desde las ciencias humanas y sociales. Otro silencio más de la gestión de la covid-19.
Cristina Sánchez-Carretero, Presidenta de la Asociación de Antropología del Estado Español (ASAEE) y científica titular, Instituto de Ciencias de de Patrimonio (Incipit -CSIC)
© The Conversation. Republicado con permiso.