López Rega. El peronismo y la triple A
Marcelo Larraquy
Sudamericana
Uno (mi comentario)
Cuando finalizaba un programa sobre los años 70 en radio Ciudad, Marcelo Larraquy le recordó a Hilda Sábato que había sido su alumno en la carrera de Historia en la UBA y le preguntó por qué en las clases se hablaba tan poco de aquellos años violentos. Hilda contestó que estaban entonces, democracia recién recuperada, demasiado cerca de los hechos y eso dificultaba la objetividad. Leí casi todos los libros de Marcelo que, preferentemente, indagan sobre distintos aspectos de aquella época y mientras se desarrollaba aquel diálogo pude imaginar al joven curioso, de alrededor de 20 años, que habría cursado parte de su secundario todavía en dictadura, dedicado ya adulto, munido de las herramientas del investigador, a desmenuzar cada momento, cada protagonista de ese angustiante escenario de nuestra historia. (...)
Ahora termino de leer “López Rega. El peronismo y la triple A” y uno se puede preguntar cómo es posible que semejante personaje pudiera llegar a acumular tanto poder, a gozar de tanta impunidad. Caído por fin en desgracia, fue extraditado de su exilio. Juzgado, estuvo en la cárcel varios años hasta que murió, en 1989 en una clínica privada. Afecto al esoterismo, apegado al rito umbanda, con la convicción de estar tocado por Dios, fue cantor, autor, mayordomo servil, intrigante Rasputín en los oídos de Isabel de Perón. Ministro de Desarrollo Social, desde el edificio en el que se asentó cuando sintió que había tocado el cielo con sus manos, convertido en “el imán de la derecha de cualquier sector”, había impulsado con fe doctrinaria y armamento concreto la violencia estatal clandestina encubierta por el paraguas de la AAA (Alianza Anticomunista Argentina) . En este libro Larraquy pinta un fresco de pugnas, intrigas, competencias propias de la política más confrontativa y de lealtades inexplicables en el que la figura central es un “brujo”.
Dos (la selección)
Hacia fines de la década de los treinta, José López era uno más de los anónimos muchachos que jugaban a las barajas en el club El Tábano. En ese tiempo no tenía apuro por llegar a ningún lado y nada le interesaba tanto como indagar en las cuestiones del espíritu. Su padre, Juan López, era un inmigrante español que se había ganado la vida en Buenos Aires conduciendo un taxímetro, un viejo Buick negro. A su madre, Rosa Rega, no llegó a conocerla. Murió el 17 de octubre de 1916, en el mismo momento en que lo estaba pariendo.
Los primeros cincuenta años de su vida, López los vivió en la casa familiar de Guayra 3761, del barrio de Villa Urquiza. Pasó la infancia y buena parte de la primera adolescencia intentando sobrellevar la ausencia de su madre y jugando con cualquier bicho que apareciera bajo la tierra. Allí, en el patio de la casa, formaba ejércitos de soldados en miniatura y les daba instrucciones a los generales. Siempre recordaría que en esas tardes aprendió los significados de la soledad. Sin embargo, no podía entender quién era, de dónde había venido y hacia dónde iba. Esas cuestiones lo inquietaban. Su padre no sabría ayudarlo a develar esos misterios, pero cada tanto lo llevaba a un boliche de Congreso y Estomba para que lo acompañara, y eso resultaba, en parte, aliviador.
Tres
Mientras tanto, Perón se aferraba a la máquina de escribir para levantar la moral de sus seguidores. El 11 de julio de 1956 le escribió a Cooke:
El odio y el deseo de venganza ya sobrepasaron todos los límites tolerables hasta en nosotros mismos frente a tanta infamia y espíritu criminal. Es necesario confesar que aunque fuéramos santos tendríamos que descuartizar a los traidores y asesinos de inocentes ciudadanos y prisioneros indefensos. Yo dejé Buenos Aires sin ningún odio pero ahora, ante el recuerdo de nuestros muertos y asesinados en prisiones, torturados con el sadismo más atroz, tengo un odio inextinguible que no puedo ocultar.
Pero la pieza clave de toda esa etapa fueron las Instrucciones generales, que hizo llegar a los peronistas de la resistencia y de los comandos de exiliados para que las difundieran y aplicaran. Relataba cómo realizar crímenes contra sus enemigos y cómo preparar la “guerra de guerrillas” para el asalto final. Las Instrucciones... exhibían un grado de violencia tan manifiesto que muchos creyeron que eran apócrifas, pero él mismo se ocupó de confirmar su veracidad.
Cuatro
Durante su estadía en Ciudad Trujillo —actual Santo Domingo—, Perón se desembarazó de John William Cooke. El ex diputado había sido funcional a su estrategia de guerra revolucionaria durante más de dos años, responsable del armado de la “línea dura” del peronismo con activistas de la Resistencia Peronista. Pero luego de la firma del pacto con Frondizi, Perón comenzó a erosionar su liderazgo interno y lo puso en pie de igualdad con aquellos que habían buscado acomodarse primero con la Revolución Libertadora y luego con la política “integracionista” de la UCRI, seducidos por el calor oficial.
La influencia de Cooke dentro del Movimiento se vio reducida con la creación del Consejo Coordinador y Supervisor Peronista, un nuevo organismo de representación, “brazo táctico” de Perón, que integraban múltiples dirigentes, la mayoría de ellos pertenecientes a la “línea blanda”. Todos ellos se vigilaban entre sí y reportaban directamente al General. Con esta estrategia Perón lograba un efecto doble: por un lado, socavaba el poder interno de Cooke; por el otro, al integrar a la “capa blanda” a la conducción del Movimiento, evitaba la diáspora, aunque, según sus cartas, Perón confiaba en su propio poder de aniquilación.
Cinco
“López Rega resistió cada desprecio de Perón; se mostraba inmune a la burla y la ironía. Aguantar fue parte de su estrategia de largo plazo. También fue astuto. Los primeros tiempos empleó un raro ingenio para sostenerse en las mentiras más banales. Una vez apareció en el living de la residencia vestido de smoking. Estaba impecable. Dijo que durante dos años había sido primer mozo de salón del Hotel Savoy y que ahora iba a aplicarse para conseguir que la residencia funcionara del mismo modo. Empezó a dar instrucciones a la cocinera y a la mucama, y puso en práctica todas las reglas de protocolo que había aprendido de Buba Villone en Brasil, para servir la mesa del General y su esposa, como si fuera el mayordomo de una comedia italiana. En otra oportunidad, Perón lo encontró llorando en su cuarto de la planta baja. López Rega le dijo que su biógrafo, Enrique Pavón Pereyra, lo había tratado como a un perro. Al día siguiente el General organizó un careo entre su biógrafo y el mayordomo para aclarar el asunto. Pavón Pereyra aseguró que no existió entredicho alguno. Solamente le había ordenado a López Rega que no tocara la correspondencia del escritorio porque “Perón pone las cartas urgentes de un lado y las no tan urgentes de otro, y él las estaba mezclando”. Admitió que le había dicho dos veces “no toque eso” en tono enérgico. López Rega, por su parte, subrayó que, en la vehemencia de su orden, Pavón Pereyra le había dicho “¡fuchs, fuchs!”, como se trata a los perros. El biógrafo admitió que pudo haber actuado así, pero aclaró que su intención no había sido la de descalificarlo. Perón zanjó el incidente pidiéndole a Pavón Pereyra que tratara bien a López Rega para que no volviera a llorar por la noche.
Seis
El 25 de mayo de 1973 López Rega llegó al poder del Estado con amplias posibilidades de acción. Disponía de un amplio presupuesto para lanzar planes de obras públicas, entregar subsidios, responder a las necesidades populares. Y también podía movilizar recursos para formar y controlar grupos políticos y realizar alianzas con caudillos provinciales. El Ministerio le permitía construir poder y prestigio personal. Aspiraba a que su acción social fuese recordada como la de Evita. Y estaba dispuesto a mostrarle a la sociedad la idea que había formado sobre sí mismo: sería el hombre que salvaría a la Argentina. Perón le había dado esa oportunidad y le había demostrado su preferencia: el 26 de junio, un día antes de que lo sacudiera el infarto, recorrió con él los pasillos del Ministerio. En cambio, nunca visitó a Cámpora en la Casa Rosada durante los días de su fugaz gobierno.
Siete
López Rega partió en fuga hacia la nada, con la cobertura armada de seis de sus custodios y aferrándose al tubo negro que contenía el diploma que lo acreditaba como embajador extraordinario y plenipotenciario. Decidió hacer escala en el Brasil y encontrarse con Claudio Ferreira. La profunda amistad que lo unía con su hermano umbanda desde hacía casi veinticinco años, una amistad marcada a fuego a través de confesiones íntimas, búsquedas energéticas y retiros espirituales, a ojos de los otros parecía uno más de los aspectos misteriosos y exóticos —quizá también siniestros— de la personalidad del ex ministro.
López y Ferreira estuvieron dos días encerrados en el departamento 604 de avenida Atlántica 1186 de Río de Janeiro. Revivieron sus conversaciones nocturnas con los rosacruces de Uruguayana en los años cincuenta, recordaron la noche en que Ferreira, sin desprenderse de su pipa, le enseñó a bailar samba a Isabel en Puerta de Hierro bajo la mirada risueña de Perón, al que Ferreira se daba el lujo de tratar de “che” mientras el General, que le retribuía la confianza, lo llamaba “indio”. Los dos, Ferreira y López, vislumbraron que el sueño del retiro definitivo en la fina arena de Sombrío, donde pensaban montar un complejo turístico, se desvanecía. No hacía falta ponerlo en palabras: perderían para siempre la paz de esas playas. Los buenos tiempos habían terminado. Pero López Rega, tratando de que la hermandad que los unía no terminara, le pidió que lo acompañara a Europa con su pareja y su pequeño hijo, del cual él era el padrino. El dinero acumulado —dijo— les alcanzaría para vivir cómodos por bastante tiempo. Ferreira rehusó la oferta: no encontraba razones para escapar. Tenía intenciones de recuperar su nacionalidad brasileña, para impedir que la justicia argentina pudiera extraditarlo. En cuanto a sus bienes, Armonía, la hacienda de una veintena de hectáreas que había comprado en Mato Grosso, estaba a nombre de su pareja. En todo caso, le costaría recuperar los 56.000 dólares depositados en el Banco de la Nación Argentina, dinero que en verdad ya daba por perdido. Cada argumento con el que explicaba su negativa era parte de la despedida, y cada vez que decía que no, Eloá Copetti Vianna, su mujer, se enorgullecía más de él: Ferreira no era un criminal, de modo que no tenía razones que lo obligaran a escapar de su casa y someter a su familia a los peligros de una fuga dorada. En cambio, a López, Eloá lo miraba con tristeza: después de tantos años de sacrificio, después de tanto empeñarse en las prácticas mágicas para hacer retornar al General y salvar la Argentina, ahora tenía que largar todo e irse. Solo. Eloá lo miraba y pensaba: “Todos los muertos no le sirvieron de nada. Toda la atrocidad fue inútil, no había ninguna justificación. Muertos por nada”.
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