La COVID-19 traerá cambios profundos en nuestro modo de vida. Quienes todavía tienen esperanza de que las cosas vuelvan a su sitio, esperan la vacuna como una especie de santo grial. Las zoonosis, las PCR, la hidroxicloroquina, la inmunidad de grupo, las células T, la variante G614 son parte del nuevo lenguaje de nuestra vida diaria.
Son conceptos nacidos en el laboratorio pero que han desbordado sus fronteras e ingresado en el lenguaje común. Nuestras existencias ordinarias dependen de lo que suceda en esos espacios extraordinarios, donde se está experimentando con más de 140 vacunas potencialmente eficaces. Vivimos una especie de laboratorización de la vida. Si en la anterior crisis vivíamos pendientes del Fondo Monetario Internacional y sus hombres de negro, ahora nuestra atención es para la OMS y gentes con bata blanca.
Los laboratorios son las nuevas fábricas de lo social y, sin embargo, no salen en la televisión, que no distingue entre un empresario y un investigador. Las imágenes se parecen mucho: bustos parlantes rotulados como virólogos, bioquímicos o epidemiólogos. Nunca están en el banco de experimentación. Se muestran como oficinistas o expertos, gentes que entienden, pero que no es seguro que nos entiendan. Sus pantallas son parte del atrezo y emiten en bucle ese icono inolvidable del coronavirus, pleno de colorines y de enigmas. ¿No es increíble que una cosa tan bonita pueda ser tan destructiva?
Hay una espectacularización de la pandemia. Todavía no sabemos si es un decorado o es parte sustancial y estratégica de lo que sucede. Pronto lo sabremos. De momento parece indiscutible el logro de un consenso amplio que, por mor de líderes como Trump o Bolsonaro, no es global: necesitamos la ciencia.
Los científicos parecen los nuevos atletas epocales. Y es justo reconocer que se están esforzando en no decepcionarnos. Quieren mostrarse como personas sabias y cercanas, cultas y cómplices. Han renunciado masivamente a la torre de marfil. Han salido de la zona de confort que representaba imaginarse como redactores de papers y cosechadores de citas.
Están trabajando duro y han logrado que, casi milagrosamente, de repente, desaparezcan todas las trabas burocráticas y administrativas que les impedían movilizarse de urgencia, emprender con alto riesgo, obtener recursos en plazos récord, desbordar las barreras disciplinarias, aparcar los conflictos corporativos, sortear las carencias institucionales, reinventar los modos de comunicar, ensanchar la transversalidad de sus redes, asumir las ventajas de la ciencia abierta, reclamar las bondades del sistema público, gozar del respeto de la ciudadanía, sentir el apoyo de los media, vivir el paraíso de la abundancia y, en fin, asumir su condición de nuevos lideres culturales.
La lucha contra la COVID-19 obliga a reinventar la ciencia. La ciencia no es sólo eso que ocurre entre pipetas, lentes y bits. ¡Claro que hacen falta muchos instrumentos! Pero cuanto mejores sean los equipamientos, más robustas son también las dependencias invisibles que se ocupan de que todo funcione.
En esto, a la ciencia le pasa como a la salud que, además de doctoras, necesita enfermeras, celadoras, cocineras, limpiadoras y recepcionistas. Recordemos un par de obviedades. La ciencia es una práctica social que involucra grandes inversiones, costosas infraestructuras, sofisticadas relaciones internacionales, ingentes contrataciones, múltiples edificios, numerosas leyes, gobernanzas diversas y, desde luego, la gestión de expectativas, presupuestos, nombramientos, premios y carreras individuales. En la ciencia hay científicos, congresos, revistas y laboratorios, con sus instrumentos, reactivos y computadores. Sin duda son parte fundamental de la coreografía que estamos describiendo. Son la parte más visible, pero están acompañados por una corte gigantesca de actores que sería injusto no mencionar, o seguir invisibilizando.
Hay gestores, técnicos, ayudantes, administrativos, becarios y estudiantes, además de un sinfín de roles imprescindibles que van desde los editores y divulgadores a los decanos, rectores y ministros. Hay máquinas, presupuestos, convocatorias, dictámenes, prioridades, comisiones, laboratorios, redes, libros blancos y planes estratégicos. Todos y todas forman eso que llamamos ciencia. Todos y todas son necesarios y su organización es fruto de una inteligencia colectiva y persistente. Nada es porque sí y todo ha necesitado de un gigantesco trabajo invisible y secular. Y aún no hemos acabado con nuestro listado de actores necesarios.
Cometeríamos un grave error si dejáramos de mencionar a los empresarios, los donantes, los inversores, los emprendedores y los concernidos, colectivos que se expresan mediante fundaciones, think tank, organizaciones gremiales o sindicales, asociaciones profesionales, movimientos sociales, agrupaciones ciudadanas o comunidades de afectados.
No vamos a aburrirles nombrando más actores, que los hay. Lo que tratamos de decir es que hace falta una enorme inteligencia organizacional para que toda esta maquinaria funcione armoniosamente.
Para disponer de una vacuna hay que movilizar muchos mundos. Los mejores científicos no lograrán nada si los consume la burocracia, la desidia o la competición. Tampoco llegarán muy lejos si no sienten que le acompañamos en sus esfuerzos, circunstancia que les exige un mayor esfuerzo de comunicación y escucha. En estos días les hemos visto explicarse con generosidad, sin delegar en otros, como era costumbre, la tarea de conectar con su entorno. Una novedad que, unida a las otras ya mencionadas, alumbra una diferente intelección de cómo articular un nuevo pacto social por la ciencia.
No necesitábamos la COVID-19 para aprender esto, como tampoco la pandemia nos ha descubierto la importancia de la digitalización. Hay consenso en afirmar que los procesos que ya estaban en marcha se han acelerado de forma irreversible.
¿Será verdad que la administración de la ciencia, que se atiene a las mismas leyes que las otras actividades públicas, ha modernizado en dos meses sus prácticas más que en los casi 50 años de democracia? ¿Cómo es que cosas que eran imposibles hace 5 meses son ya ordinarias? El ejemplo de la ciencia deberíamos analizarlo con mucho cuidado porque tal vez hayamos descubierto otros bienes que no sean los buscados, la vacuna, pero que en el futuro también podrían tener un impacto espectacular sobre nuestras vidas.
Recapitulemos. La proclamación del estado de alarma ha provocado la movilización urgente de (casi) todos los recursos científicos del país, especialmente de los vinculados al estado. En el CSIC, en particular, todos hemos sentido esa vibración y la llamada. De repente éramos necesarios y no un lujo más o menos prescindible. De pronto, los investigadores se volcaron sobre sus bancos de experimentación y redes de validación, porque aparecieron los dineros y se diluyeron los obstáculos. Las cosas que antes se hacían en meses comenzaron a suceder en horas.
Es increíble, pero cierto. Aunque nada era nuevo, todo parece distinto. Y, sin duda, es mejor. La ciencia española ha mostrado una musculatura, probado que estaba en forma y que aguardaba una oportunidad.
Lo que ha pasado se explica pronto: quien ha querido ha tenido la oportunidad de dejar aparcado lo que estaba haciendo e involucrarse en esta ciencia de guerra que nos convocó a una victoria sin cuartel que reclamaba todas las inteligencias disponibles. A cambio, se les ha bañado en un mar de (nueva) modernidad: financiación rápida, desburocratización feroz, mediación eficiente y desjerarquización responsable.
En cinco meses hemos cambiado de cultura, de siglo y de mundo. Hemos transitado desde la cultura del paper y de la excelencia a la cultura del compromiso y la competencia. Los científicos han dado un paso al frente y se han mostrado como una compañía responsable que quería hacerse cargo de los problemas de sus conciudadanos. Se han esforzado en mostrarse cercanos, solidarios y comprometidos, olvidando la tentación de aparecer elitistas, regañones y arrogantes. Quizás una semiótica visual propia habría ayudado en entender mejor su novedad: esa voluntad expresa de mostrarse parte de la solución a diferencia de lo que ocurre con los expertos que, con frecuencia, parecen una parte del problema.
En cinco meses han descubierto que la burocracia excesiva es un reducto de privilegios que asfixia la capacidad de asumir riesgos e innovar. Toda esa trama de comités, jurados, comisiones,… debe ser revisada: consume mucho tiempo, mucho dinero y mucha energía. Sus beneficios tampoco están claros, porque no han logrado en décadas acabar con la endogamia, el corporativismo, las oposiciones y otras truculencias casposas y decimonónicas.
En cinco meses se ha movido más información por las listas de correo de la que en décadas ha circulado por registros de autentificación, planes estratégicos y boletines informativos. La información era creada, distribuida y organizada por los propios interesados, sin un plan director ni un jefe de protocolo. Hubo un tránsito desde una visión patrimonialista de la institución a otra que me atrevería a llamar democrática, abierta y confiada. Es como si de repente se abrazaran unas coreografías más paritarias que verticales, más colaborativas que competitivas y más solidarias que profesionistas.
Los científicos nos hemos beneficiado de la presunción de inocencia. No hemos sido tratados como tramposillos de medio pelo, ni como tontarras que se creen unos listillos. Se nos han dado los medios para hacer nuestro trabajo. Y nos hemos dejado la piel. No lo hemos hecho por la institución. Lo hicimos por nuestros vecinos, amigos y familiares. Y queremos seguir haciéndolo. Veremos.
Antonio Lafuente es investigador Científico, Instituto de Historia, CSIC, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC)
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