La pandemia del COVID-19 ha creado un laboratorio para poner a prueba los diferentes sistemas de gobernanza de cara a una crisis de salud pública, revelando en definitiva una gigantesca variación en el desempeño de los países. Por ejemplo, varios países en el este de Asia (China, Taiwán, Corea del Sur y Japón) tendieron a hacer un mejor trabajo a la hora de controlar la pandemia que muchos países en el continente americano y Europa.
Pero esos desenlaces no tienen que ver con gobiernos democráticos versus gobiernos autoritarios, como han dicho algunos. Entre los países que tuvieron un mejor desempeño en el este de Asia hay estados autoritarios, así como democracias consolidadas y vibrantes. Tampoco la diferencia se debe completamente a los recursos económicos o a la experiencia en salud pública, si consideramos que países más pobres como Vietnam han tenido un mejor desempeño que muchos países ricos.
¿Qué hay detrás, entonces, de la divergencia en los resultados? Si bien la explicación es sin duda compleja, tres factores esenciales se destacan desde una perspectiva de gobernanza: capacidad estatal, confianza social y liderazgo político.
La capacidad estatal puede resultar obvia, pero de todos modos es fundamental. Un país sin un sistema de salud pública sólido se tambaleará en una pandemia. Este factor les dio a los países del este de Asia una gran ventaja. Pero la capacidad estatal no es toda la historia. En Brasil, donde el sector de la salud ha hecho enormes progresos en los últimos años, la capacidad adecuada no fue condición suficiente para prevenir una crisis más profunda.
El segundo factor, la confianza social, funciona en dos dimensiones. Una población debe confiar en su gobierno; de lo contrario, el cumplimiento de mandatos de salud pública costosos pero necesarios, como los confinamientos, será bajo. Desafortunadamente, esta “confianza institucional” ha venido declinando en los últimos diez años en América Latina y el Caribe. Lo mismo ha sucedido con la confianza entre los ciudadanos, la segunda dimensión de la confianza social. En muchos países durante la pandemia, la baja confianza social ha interactuado con altos niveles de polarización para producir consecuencias devastadoras.
El tercer factor es el liderazgo político. En el contexto de una emergencia pública, quienes están en la cima de las instituciones estatales jerárquicas tienen poder para emprender una acción decisiva. Quiénes son estas personas y qué incentivos enfrentan puede marcar una gran diferencia a la hora de determinar la efectividad de sus acciones. Algunos líderes políticos vieron la pandemia, en gran medida, como una amenaza para sus propios destinos políticos y diseñaron políticas en consecuencia. Otros se tomaron en serio su rol de guardianes del interés público.
Los resultados de estos diferentes cálculos políticos se ven reflejados tanto en la eficacia como en la sustentabilidad de las respuestas nacionales ante la pandemia. El liderazgo político tiene lugar en muchos niveles; pero sin una acción coordinada y cooperativa entre las jerarquías y los sectores del gobierno, la respuesta política general será menos efectiva.
Una capacidad estatal limitada, una baja confianza social y un liderazgo político deficiente son señales de advertencia de un deterioro democrático. A nivel global, la pandemia ha demostrado que estamos enfrentando una recesión democrática, lo que revela los desafíos que se han venido gestando debajo de la superficie. Podemos pensar en estos desafíos como las condiciones preexistentes que han hecho que los países sean más o menos vulnerables a la pandemia.
Antes de la llegada del COVID-19, América Latina y el Caribe ya estaban azolados por un malestar social y una inestabilidad política que se manifestaban en protestas generalizadas y en un creciente populismo. Los cimientos fracturados de la región reflejan un fenómeno al que se suele definir como “decadencia política”. Cuando un sistema político existente no satisface las demandas de una población cuyas expectativas han venido creciendo gracias a logros económicos y sociales positivos, finalmente termina perdiendo legitimidad y se hunde en la inestabilidad.
Después de un período sostenido de crecimiento económico, la nueva clase media de América Latina cada vez más encuentra que sus expectativas no se cumplen y las consecuencias hoy están saliendo a plena luz. La frustración por niveles persistentemente altos de desigualdad y corrupción ha alimentado un creciente resentimiento hacia las elites que, según se percibe, usan la política para enriquecimiento propio.
No hay una solución fácil para este problema de gobernanza. Invertir en capacidad estatal y fortalecer la confianza social puede llevar mucho tiempo y exigir un buen liderazgo político. De todas formas, en los países que están experimentando un círculo vicioso de gobernanza inefectiva frente a la pandemia, los líderes políticos pueden emprender una acción constructiva en tres áreas relacionadas. La primera, y más inmediata, es la política pública. No es demasiado tarde para mejorar o expandir las medidas destinadas a lidiar con las consecuencias sanitarias, económicas y sociales de la pandemia.
Segundo, y en términos más amplios, los países de América Latina y el Caribe tienen que reconsiderar las “reglas del juego” subyacentes. Esto podría implicar implementar políticas fiscales de redistribución de ingresos, adoptar regulaciones para impedir una captura del mercado por parte de unos pocos actores y crear mejores procedimientos para que las organizaciones de la sociedad civil participen en la creación de políticas y en la gobernanza. Éste es un proyecto mucho más largo, pero será esencial para crear los tipos de instituciones que serán necesarias para protegernos de la próxima pandemia.
Finalmente, es importante entender las coaliciones de actores que son necesarias para efectuar estos cambios de manera democrática. El cambio requiere de movilización política. Al final de cuentas, es la gente –es decir, todos nosotros- la que hace y sustenta las reglas y las políticas que hemos dado en llamar “instituciones”.
Francis Fukuyama, socio sénior del Instituto Freeman Spogli de Estudios Internacionales de la Universidad de Stanford, es director del Centro para la Democracia, el Desarrollo y el Régimen de Derecho del FSI y de la maestría del Programa de Políticas Internacionales de Stanford. Luis Felipe López-Calva es administrador adjunto y director regional para América Latina y el Caribe en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.