Estados Unidos lleva un mes rompiendo cada día su récord de contagios confirmados de COVID‑19, con lo que el total de casos asciende a más de cuatro millones y la cifra de muertes se acerca a 150 000. Mientras otros países desarrollados en Europa y Asia al parecer están conteniendo la propagación del virus, Estados Unidos ha ido en la dirección opuesta, y la pandemia se extiende implacable a los estados del sur y del oeste: Arizona tuvo tantos casos como toda la Unión Europea, que tiene 60 veces su población.
¿Cómo fue posible? Una parte de la respuesta es que algunos estados reabrieron la economía demasiado pronto. California, que al principio era un caso exitoso, ha experimentado un 90% de incremento de casos en las últimas semanas, y tuvo que reimponer algunas medidas de confinamiento. El recuento diario de nuevos casos en Florida, que en la última semana de junio rondaba los 5.000, creció a más del doble un mes después.
Pero quizá la causa principal sea la profunda división que hay en torno al uso de barbijos, que en Estados Unidos se ha vuelto otro frente de una guerra cultural en desarrollo. En una encuesta reciente del Pew Research Center, sólo el 49% de los republicanos conservadores dijeron que habían usado mascarilla la mayor parte del tiempo el mes pasado; mientras que entre los demócratas progresistas la cifra fue 83%. En todo el país se han producido furiosos altercados entre defensores y detractores de las mascarillas (muchas veces en los alrededores de pequeños comercios minoristas).
La polarización estadounidense respecto de este tema viene de muy arriba. Desde el principio de la crisis de la COVID‑19, el presidente Donald Trump se ha obstinado en no usar mascarilla en público, y se burló de un periodista que no quiso sacarse la suya, tildándolo de «políticamente correcto». Muchos funcionarios electos republicanos, incluidos gobernadores de estados como Ron DeSantis (de Florida), siguieron el ejemplo de Trump.
Durante su ya tristemente célebre mitín de Tulsa en junio, muy pocos de los asistentes usaron mascarilla (y después de eso, la tasa de contagios en el lugar se disparó). Sólo a fines de julio, en medio de una caída acelerada de sus índices de aprobación, brotes masivos descontrolados en estados en los que debe ganar para obtener la reelección en noviembre y, según se dice, exhortaciones de sus auxiliares para que «se concentre en tratar al virus con seriedad en sus comentarios públicos», Trump avaló el uso de mascarillas (pero sin ponerse una él).
En cambio, Joe Biden, virtual candidato demócrata para enfrentar a Trump en noviembre, suele aparecer en público con mascarilla y respeta las recomendaciones de distanciamiento social. Además, ha dicho que si estuviera en el lugar de Trump, haría «todo lo posible para que el uso de mascarillas en público sea obligatorio».
El envío de señales contradictorias también incluye a las autoridades sanitarias. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos y la Organización Mundial de la Salud al principio no recomendaron que la población general usara mascarillas, por temor a que no alcanzaran para los profesionales de la salud. Pero a diferencia de Trump, ambas instituciones cambiaron de recomendación a la luz de la evidencia epidemiológica.
En el nivel popular, además del libertarianismo fanático que hay detrás de la idea de muchos votantes republicanos de que las mascarillas son «mordazas» a la libertad personal, la resistencia que generan en Estados Unidos también tiene un fuerte componente subterráneo de carácter religioso. Una residente de Florida denunció que usar mascarilla era tirar «el maravilloso sistema respiratorio que creó Dios por la ventana». Pero para los cristianos fundamentalistas, hay una razón más profunda: el distintivo de los cristianos es la cruz, los que se tapan la cara son los musulmanes.
El vínculo entre la islamofobia y la hostilidad al rostro cubierto viene de lejos. Hace dos años, el primer ministro británico Boris Johnson comparó a las musulmanas que usan burka con «buzones», y en 2011 el presidente francés Nicolas Sarkozy promulgó una controvertida «ley antiburka» que prohibía el uso de velos que cubrieran todo el rostro en público. Para muchos en Francia la orden oficial de usar mascarilla en respuesta a la COVID‑19 revela cierto grado de ironía, por no decir discriminación lisa y llana. Como señaló James McAuley, del Washington Post: «a una musulmana practicante que fuera a usar el metro de París le pedirían que se saque la burka y se ponga la mascarilla».
Aun si la ley de Sarkozy, titulada La République se vit à visage découvert («La República se vive con la cara descubierta») tenía un claro carácter discriminatorio, se arropaba en una justificación más noble (de tiempos de la Ilustración) para defender la necesidad de mostrar el rostro descubierto en la esfera pública. Contra la política cortesana del Ancien Régime, caracterizada por los aristocráticos bals masqués, filósofos como Jean‑Jacques Rousseau sostuvieron que el gobierno de una república debe ser perfectamente transparente: quienes participan en la esfera pública deben poder verse unos a otros. Sólo entonces puede haber una política realmente democrática.
La idea de Rousseau era que en una democracia los ciudadanos se relacionaran en forma pública, lo que los obligaría a hacerse responsables de sus ideas. Pero dos hechos recientes ponen ese espacio democrático en entredicho.
El primero son innovaciones tecnológicas como el reconocimiento facial, que los estados pueden usar (y usan) para vigilar y controlar a sus poblaciones. Por eso los manifestantes prodemocracia en Hong Kong, por ejemplo, no esperaron a la pandemia para taparse las caras.
En segundo lugar, las órdenes de usar mascarilla que muchos países occidentales emitieron en respuesta a la COVID‑19 dificultan la clase de transparencia que quería Rousseau. Cuando en junio estallaron las protestas del movimiento Black Lives Matter, muchos participantes que, como buenos demócratas, normalmente se hubieran manifestado «a cara descubierta» optaron, como buenos ciudadanos, por cubrírsela.
Para manifestantes que de pronto no pueden reconocer a amigos y camaradas, esta falta de transparencia puede resultar graciosa o frustrante. Pero cuando es del otro lado (cuando las fuerzas de seguridad se quitan o tapan sus insignias oficiales, lo que en la práctica les confiere impunidad para la violencia contra manifestantes pacíficos), se produce entonces una amenaza fundamental al espacio público democrático. La inquietud que esto genera es aun mayor desde que Trump envió fuerzas paramilitares federales a reprimir protestas nocturnas en Portland (Oregon) y se mostró dispuesto a hacer lo mismo en otras ciudades.
A fin de cuentas, la pandemia y las protestas deben recordarnos una verdad sencilla: una máscara no es más que eso. Lo que importa para la democracia no es si la gente se cubre o no el rostro en público, sino quiénes lo hacen y por qué.
Hugo Drochon, profesor asistente de Teoría Política en la Universidad de Nottingham, es autor de Nietzsche’s Great Politics.