Los intelectuales progresistas de Europa han dado en desdeñar el “centrismo” político. Sus críticos argumentan que su énfasis equivocado en el terreno medio impide la formación de alternativas políticas, llevando al ascenso de partidos extremistas a la izquierda y la derecha. Visto así, las consecuencias del centrismo serían el populismo, la polarización y, a fin de cuentas, una creciente desconfianza de los principios democráticos.
Este análisis no carece de méritos. La democracia requiere conversaciones francas y polémicas sobre la mejor manera de avanzar. Cerrarse a alternativas políticas aferrándose ciegamente al statu quo es una receta para el desastre. “El debate nunca puede acabar”, escribió el fallecido sociólogo de origen polaco Zygmunt Bauman. “No lo puede hacer sin que la democracia deje de ser democracia”.
Pero esto no significa que los partidos políticos de centro-izquierda deban dar la espalda al pragmatismo y la moderación. De hecho, hay evidencias procedentes de algunos de los puntos electoralmente más activos del planeta que sugieren que deberían hacer justamente lo contrario. A pesar de la creciente polarización política que se está dando en muchos países, grandes cantidades de votantes parecen mucho más cómodos con posturas centristas de lo que se suele suponer.
Los partidos políticos de izquierdas que gustan de afilar su perfil ideológico se enfrentan a un dilema. Mientras los activistas del partido exigen con frecuencia una mayor claridad ideológica, los votantes cada vez favorecen el pragmatismo sobre la pureza. Así, es probable que el curso de acción más promisorio para los líderes progresistas sea combinar una visión ideológica de largo aliento con la realidad del cambio gradual.
Piénsese en Joe Biden, nominado presidencial del Partido Demócrata estadounidense. Si bien su agenda es notoriamente más progresista que las de sus contendores recientes a la nominación, es mucho más centrista que dos de sus principales contendores, los senadores Bernie Sanders y Elizabeth Warren.
La plataforma de Biden es notable no solo por aquello a lo que adhiere, sino también lo que omite apoyar. En el tema de la inmigración, el ex vicepresidente llama a la generosidad humanitaria pero no ha llamado a la despenalización de los cruces de frontera ilegales. En cuanto a cambio climático, en que promueve viviendas neutras en emisión de carbono y llama al sector energético estadounidense a estar libre de estas emisiones para 2035, se ha mantenido al margen de adoptar al completo el Nuevo Trato Verde favorecido por la izquierda de su partido. De manera similar, hace oídos sordos a los llamados a prohibir el fracking, desfinanciar la policía e introducir un seguro universal de salud de pago único.
La Senadora Kamala Harris de California y candidata a vicepresidente con Biden, comparte su actitud centrista y ha enfrentado críticas desde su propio partido por sus supuestamente débiles credenciales progresistas. Pero la notable ventaja por sobre el Presidente estadounidense Donald Trump en las encuestas de opinión sugiere que es probable que los demócratas hayan dado con una fórmula ganadora.
Una historia similar ocurre en Nueva Zelanda, donde la Primera Ministra Jacinda Ardern ganó con contundencia las elecciones generales del 17 de octubre. En círculos progresistas se la proclama como un icono global. Es la segunda primera ministra en tiempos modernos en dar a luz mientras desempeña el cargo, es conocida por su comunicación abierta y honesta, y fue una seria candidata al Premio Nobel de la Paz de este año.
Sin embargo, en contraste con su imagen global, su éxito en el país ha sido resultado de una flexibilidad centrista más que de sus ambiciones transformadoras. A la cabeza de una coalición de tres partidos en su primer mandato, Ardern no pudo hacer realidad sus propuestas políticas de mayor alcance; en particular, solucionar la crisis de vivienda neozelandesa. Pero la eficacia de su respuesta a la pandemia de la COVID-19 la benefició, así como su respuesta compasiva y decidida a la masacre de Christchurch de marzo de 2019 en que murieron 51 fieles musulmanes.
En su última campaña electoral, el Partido Laborista de Ardern enfatizó reformas moderadas que atrajeron a votantes centristas. Por ejemplo, aumentos limitados al salario mínimo e impuestos ligeramente más altos para los ricos como parte de una recuperación económica responsable, así como políticas de seguridad ciudadana como aumentar, no reducir, la cantidad de policías al servicio de sus comunidades.
Por su parte, el Partido Laborista del Reino Unido se encuentra en proceso de reinventarse a sí mismo como una fuerza política más centrista después de su desastrosa derrota en las elecciones generales de diciembre de 2019, que obligó a renunciar al líder de su ala izquierda Jeremy Corbyn.
Keir Starmer, el sucesor de Corbyn, aprovechó la conferencia anual (virtual) laborista en septiembre para anunciar una completa ruptura con el legado del anterior líder. El “nuevo liderazgo” de Starmer implica redirigir al partido hacia los valores familiares, con énfasis en la seguridad y la prudencia económica.
En su discurso en la conferencia, Starmer declaró a votantes descontentos de clase obrera que “Amamos este país tanto como ustedes”. Así, su reposicionamiento incluye una noción de patriotismo de izquierdas, anatema para su fervientemente antinacionalista predecesor y un claro quiebre con el discurso laborista previo.
El objetivo declarado de Starmer es recuperar la confianza de votantes de clase trabajadora que abandonaron el partido bajo Corbyn. Hasta ahora, el plan parece estar funcionando. Aunque las próximas elecciones generales del Reino Unido no serán sino hasta el 2024, en las últimas encuestas los laboristas están a la par que el gobernante Partido Conservador.
El impulso actual del que disfrutan los progresistas políticos que son conscientes de la necesidad de dirigirse al electorado centrista tiene importantes lecciones para sus contrapartes en apuros en otros lugares del planeta.
Ciertamente, los progresistas nunca deberían darse por satisfechos con el statu quo. Sigue siendo esencial que ofrezcan alternativas políticas y un camino hacia un futuro mejor, no en menor medida durante una pandemia. Pero con el creciente agotamiento que años de polarización han causado en el electorado, los partidos progresistas que buscan con seriedad ganar y conservar el poder harían bien en reconsiderar su oposición al centrismo.
Michael Bröning es Director de la Friedrich-Ebert-Stiftung en Nueva York y presta servicios en la comisión de valor básico del Partido Socialdemócrata alemán.
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