Que la satisfacción no se obtiene a base de saturación uno lo empieza a comprender más tarde. Aunque tengan una raíz común (satur, lleno, repleto), es cuando ya estamos inundados de objetos que no necesitamos y pantallas que no nos dejan ver cuando advertimos que el vacío nunca se acababa de colmar.
La importancia del objeto y el poder de la imagen, así como sus peligros, fueron argumentos propulsores de las vanguardias artísticas de hace un siglo, advirtiendo en ellos el potencial para generar realidad y transformar la sociedad.
El cambio ha sobrevenido, sin duda alguna, pero no en la dirección de la revolución popular con la que soñaron la mayoría de los artistas de vanguardia. Los objetos han modelado un nuevo mundo, pero anegando nuestras casas, nuestras vidas y nuestros mares, y las nuevas imágenes hipertrofiadas se han hecho ubicuas, pero ¿han conseguido hacernos más libres?
Frente al ojo salvaje que alimentaba el surrealismo, las modernas pantallas cultivan ojos domesticados, abonados a sus cuotas, producidos y reproducidos en serie. Si para el surrealismo el nuevo mundo podía catalizar la materialización del deseo a través del objeto-poema o del objeto encontrado (objet trouvé), ahora solo aspiramos a taponar ese deseo inundándolo de objetos de consumo.
El “sujeto consumiso” vive su momento estelar en su hábitat natural del artificio, sometido a las tendencias y los modos de vida que nos venden las pantallas, consumido por los propios objetos y servicios por los que paga con su tiempo de existencia.
En la obra El malestar en la cultura, publicada hace noventa años –significativamente escrita en el mismo año del último manifiesto surrealista y del crack de la bolsa–, Sigmund Freud habla del descontento inherente al pacto social, a la entrada en la cultura, que nos obliga a renuncias, a la represión de las pulsiones, a la doma de lo instintivo.
El alejamiento del estado de naturaleza y la conquista del lenguaje, del fuego y de la ciencia, tienen un coste que toma la forma de insatisfacción perenne, de infracción o de pecado, mitificada como la expulsión del Paraíso. Esa fue la intuición de aquellas vanguardias del arte, que buscaban la liberación de fuerzas inconscientes, infantiles o primitivas, frente a un yo racional y rígido, que siempre nos ha dejado insatisfechos, con la sensación de que la vida no es suficiente.
El afán humano
El afán humano por acercarse a las prerrogativas divinas que nos eran denegadas en el estado de naturaleza –el acercamiento al saber científico, la técnica del fuego que permite el paso de lo crudo a lo cocido, la incorporación al lenguaje, la invención de la escritura–, queda marcado por esos momentos fundacionales del ingreso en la cultura que conllevan de forma inmediata la pérdida de una armonía y un equilibrio de los que se supone que fuimos parte alguna vez.
El objeto mítico con el que ahora pretendemos asimilarnos a lo divino y transcender la limitación de lo humano es el teléfono inteligente en todas sus variantes, con la promesa que supone la conexión ubicua a través de las pantallas, como puerta que franquea el acceso a todo el universo conocido.
Pero ni siquiera la capacidad de comunicación de la herramienta más poderosa que se haya concebido jamás nos rescata de la frustración a la que estamos abocados. Este, como cualquier otro intento humano por recuperar el escenario utópico sobre el que el hombre perdió su derecho, hace emerger con toda la fuerza una paradoja intrínseca, un malestar ineludible.
Añoramos aquel estado de naturaleza primigenio al que el hombre se siente autorizado, un estado de completitud en el que la idea de felicidad era consustancial a la existencia y que nos sentimos con derecho a reclamar.
Ese es el equilibrio al que los mitos aluden como la caída del hombre, que en la tradición judeocristiana queda simbolizada por la manzana mordida por Eva y Adán, arrancada del Árbol de la Ciencia, y que en la mitología griega es encarnada por la figura de Prometeo, quien tras robar a los dioses el fuego –esa oportunidad de avance técnico– es castigado por su transgresión con el envío de Pandora, portadora de la caja que contiene todos los males.
Ambas transgresiones tienen que ver con la idea de saber más, de conocer, una ambición que llevará implícita la expulsión, la infracción catalogada como pecado, la exposición vulnerable al mal.
Esta pérdida del estado de felicidad primigenio se relaciona con la idea psicoanalítica de incompletitud inherente al sujeto, un concepto que remite al precio que se paga por la entrada en el lenguaje.
La idea de “sujeto barrado” en Jacques Lacan es la de un sujeto limitado por una falta, un sujeto que no podrá volver a llenar el vacío que le supone su entrada en el lenguaje, un sistema simbólico en el que no cabe todo –porque no todo es simbolizable–, con lo cual habrá siempre una parte que quedará fuera de su alcance, dejándolo incompleto, provocando su infelicidad. No podemos renunciar a la entrada en el lenguaje, que nos hace humanos, pero a cambio debemos sufrir esa castración simbólica que nos arrebata algo que, en realidad, nunca fue nuestro.
El objeto sagrado de nuestra era
Y las pantallas son las portadoras del nuevo lenguaje humano universal, el objeto sagrado de nuestra era, tan pegado al cuerpo que ya soñamos con hacerlas subcutáneas o incorporarlas al ojo. La omnipotencia de las pantallas nos catapulta a desear lo existente y lo imaginario, a la vez que nos lastra con las servidumbres voluntarias que les profesamos, y se convierten, con ese movimiento de doble hélice, en el elemento definitorio de la cultura contemporánea.
Si antes dedicábamos devotamente dos o tres horas de adoración al púlpito televisivo, ahora las llevamos conectadas todo el día. La cuota de pantalla lo inunda todo, desde que abrimos los ojos hasta el momento de volver a dormir, y el vínculo se incrementa en tiempos de pandemia.
Freud identifica las fuentes de malestar que nos acechan como provenientes del propio cuerpo, de la naturaleza y de la relación con el otro. Sobre todo, es en este último aspecto de la vida donde se sella el pacto de entrada en la cultura, a través de la renuncia a nuestro deseo de devorar o arrasar lo ajeno, un acuerdo que nos salvaguarda de la guerra de todos contra todos.
Pero ese deseo permanece latente, ultraestimulado por la vía regia de acceso a los demás que son las pantallas, donde se nos presentan con frecuencia como ideales inalcanzables, como objetos de deseo o como portadores de las insignias a las que aspiramos o que añoramos.
La lógica civilizatoria de las pantallas nos mantiene entretenidos, tan actualizados por las noticias como voluntariamente desinformados, pero fascinados con lo que no tenemos y con lo que no somos, porque queda continuamente expuesto en nuestro terminal. Intentamos compensar las carencias construyendo una imagen pública impostada a base de imágenes de Instagram; definimos o reafirmamos nuestra posición política con las píldoras de emergencia que dispensa Twitter; juzgamos y nos sometemos al juicio ajeno a través de esa plaza pública condensada en medio palmo que son los móviles.
El inconveniente de llevar este espejo mágico siempre en la mano es que nos devuelve una imagen permanente de nosotros mismos, ese estuche virtual de nuestras vidas que construimos en las redes sociales, constantemente expuesto a la comparación con el ideal mediático de la siguiente pestaña. Y nos resulta inevitablemente fascinante, aunque también nos deprima por su capacidad de absorbernos y alienarnos.
Una frase que circula por las redes define a los millennials como una generación triste con imágenes felices, una generación capaz de mostrar su mejor cara por su dominio políglota digital, pero que no hace más que recibir el envite de una crisis tras otra. También los menos jóvenes podemos sentirnos identificados, porque resulta demasiado tentador no impostarnos en un retrato favorecedor, ocultando las costuras de la vida.
Filósofos o youtubers
Aspirar a la manumisión, el acto por el cual un esclavo alcanza la libertad, puede ser una guía para el moderno “sujeto consumiso”, liberarnos de nuestro limitado papel como consumidores y espectadores. Para intentar amortiguar el malestar, asumiendo que es imposible pretender que desaparezca, podemos practicar los ejercicios de los estoicos que Foucault considera esenciales para el “cuidado de sí”.
Ahí se incluyen el diálogo, la escucha, la lectura, la escritura, el retiro, la meditación, el ayuno o el silencio. Algo parecido a lo que propone Kierkegaard cuando habla de cultivar la “inventiva solitaria” y no dejarnos enredar por las redes, sociales o figuradas, cuando no pretenden un encuentro genuino con el otro. Y podemos intentar convertirnos en narradores de nuestra historia y traductores de realidad, para acercar el mundo a lo más propio de nosotros mismos y acercarnos a los otros desde ese lugar de pacto.
¿Cuál es la diferencia, entonces, entre estas propuestas de la filosofía y la alternativa de generar realidad haciéndonos youtubers o instagrammers? Está claro que las pantallas pueden servir para trabajar en tareas emancipatorias o para difundir ideas genuinas y disruptivas, siempre que el discurso o la propuesta no caigan en la tentación habitual de reproducir referentes o estereotipos excluyentes o normativos, siempre que no nos orienten hacia la persecución vana de un ideal de vida inexistente, siempre que nos desafíen a pensar y no a someternos al discurso del amo.
Es solo que la enorme cantidad de contenidos basura, la facilidad para acceder a su consumo y su potencial adictivo hacen más probable que se utilicen para aturdirnos.
El esfuerzo para discernir contenidos audiovisuales nutritivos, seguir una dieta moderada de redes y un consumo de pantallas saludable requiere tanta educación como la que se necesita para distinguir entre lo que simplemente nos gusta y lo que de verdad nos sienta bien. Lo primero, aunque nos de gratificación inmediata, casi siempre nos deja insatisfechos y contribuye al malestar.
Lo segundo, aunque requiera más esfuerzo, nos alimenta el espíritu y nos hace menos consumistas, menos sumisos. Para el “sujeto consumiso”, la mala noticia es que no podemos vivir sin lenitivos, la buena es que siempre podremos elegir la forma de alienarnos.
La versión original de este artículo ha sido publicada en revista TELOS, de Fundación Telefónica.
Juan Carlos Pérez Jiménez es profesor de la Universidad Europea.
© The Conversation. Republicado con permiso.