El final del silencio, comentado por Mariana Dimópulos- RED/ACCIÓN

El final del silencio, comentado por Mariana Dimópulos

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION
El final del silencio, comentado por Mariana Dimópulos

El final del silencio
Marina Franco
Fondo de Cultura Económica

Uno (mi comentario)

¿Cuál es la distancia entre el recuerdo y la Historia? Marina Franco consagra su último libro a aplicar esta pregunta, habitual en la historiografía del siglo XX, sobre un objeto de estudio al que ha dedicado buena parte de sus investigaciones: el pasado argentino reciente. Así como Un enemigo para la nación (FCE, 2012) se planteaba describir los inicios de la represión anteriores al año 1976, El final del silencio también se estructura alrededor de una pregunta por los orígenes, esta vez sobre el surgimiento de los reclamos por las violaciones de derechos humanos ocurridas durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional (PRN). El resultado de su investigación muestra que esa distancia entre recuerdo e Historia es grande, al menos en este caso, y que los colectivos nacionales (el nosotros de los argentinos, aquí) son especialmente proclives a las proyecciones anacrónicas. Pero no solo los colectivos; también buena parte de la historiografía parece haberse quedado con el cuadro que asocia el final de la Guerra de Malvinas con un impulso social generalizado y unánime por denunciar y condenar la represión.

Gracias a la lectura de diarios de época y de entrevistas, además de la inclusión de notables documentos militares, el libro demuestra que ese cuadro tiene muchos más matices de los que tendemos a creer. Ese impulso dependió, en buena parte, de la arrasadora crisis económica que trajo el fin de la dictadura. Las huellas están en varios niveles, desde los hechos “noticiables” hasta los usos del lenguaje (pasar de la “petición por el paradero de personas” a “los desaparecidos”) y en las construcciones discursivas más complejas, como la teoría de los dos demonios (Alfonsín declaraba en campaña: “se combatió al demonio con las armas del demonio”). Las ambigüedades partidarias fueron muchas (piénsese en la implicación de un ala del peronismo con los militares, que data al menos de 1975). Todos los sectores y los actores sociales y políticos principales quedaron involucrados: los partidos, la Iglesia, los medios de comunicación y el sistema judicial. Los únicos que no mostraron ambigüedad alguna, por supuesto, fueron los promotores por excelencia de las denuncias: los organismos de derechos humanos.

La vocación final del libro, podemos decir, recuerda una pregunta que el jurista y escritor alemán Bernhard Schlink planteó con su idea de una “culpa del pasado”. Esa culpa es colectiva. Franco muestra perfectamente que vale mucho más la pena cuestionarnos sobre el pasado reciente en este sentido, y no tanto en el de los supuestos usos al que puede haber sido sometido.

Dos (la selección)

El segundo trayecto engarza justamente con el anterior que tiene que ver con una pregunta que me acompaña hace muchos años: como una sociedad experimentada, construye y procesa su relación con la violencia extrema del Estado. Indagaciones previas a este trabajo me habían llevado a la constatación de que en los primeros años setenta, desde mucho antes del golpe de Estado de 1976, las figuras de la subversión, entendidas como las amenazas extremas del orden, habían estado profundamente arraigadas política, pública y socialmente, y que había existido un consenso fuerte en torno a la campaña represiva emprendida de manera abierta por las Fuerzas Armadas a partir de 1975. Más aún, que ello había estado ampliamente respaldado por los actores del sistema político: gobierno constitucional peronista, dirigentes de la oposición, diputados, senadores, sindicalistas, miembros de la jerarquía eclesiástica, cámaras empresariales y profesionales, entre tantos otros. Sin embargo, ocho años después, en 1983, las imágenes más potentes eran las de “las Madres” en Plaza de Mayo y la sociedad en la calle acompañando sus reclamos y exigiendo democracia. Si había sido así, la pregunta imperiosa era cuándo y cómo se había producido ese cambio. ¿Cuándo los derechos humanos y el reclamo por los desaparecidos y la represión comenzaron a ser tales en el discurso público dominante? Hay cierto consenso difuso en que eso ocurrió alrededor de lo que llamamos “la transición”, esto es, vagamente, entre la guerra de Malvinas y los inicios del gobierno de Alfonsín. Pero si fue así, ¿cómo sucedió? ¿Cómo fue que amplios sectores sociales pasaron de sentirse amenazados por aquel enemigo vasto y exigir que el Estado se abatiera sobre él con todo su peso a condenar esa misma represión? Nos gusta pensar que el Nunca más, publicado en 1984, y el Juicio a las ex Juntas en 1985 condensan y simbolizan parte de ese amplio cambio social. En ese sentido, en otro trayecto de investigación yo había explorado los primeros meses del gobierno de Alfonsín y, en efecto, en 1984 ese cambio todavía aparecía como complejo y difuso. ¿Pero qué había pasado en el tramo final de la dictadura para llegar al Nunca más y a los juicios de 1985?

Tres

Para concluir, resta decir que el objetivo último de este libro es llamar la atención sobre ciertas memorias sociales -entendidas en toda su amplitud, desde las narraciones escolares y para todo público hasta las miradas académicas- que muchas veces sin quererlo han construído un relato tranquilizador sobre el encuentro de los argentinos con los crímenes atroces del Estado y con la demanda de justicia en la última etapa del régimen. Revisar sin complacencia supone desnaturalizar prejuicios, miedos y construcciones sociales, porque en ellos reside buena parte de las condiciones de posibilidad de la violencia del Estado. Desde luego, los asesinos son los asesinos, pero esto no nos libera ni nos exime como sociedad de preguntarnos por nosotros mismos.

Cuatro

Hugo Quiroga ha señalado que gobierno y partidos estaban unidos por una base de acuerdo implícita sobre la incuestionable legitimidad del régimen militar y sobre la reivindicación de la acción contra la subversión. Por los tanto, en ese contexto -observa Quiroga- hubiera sido imposible que emergiera una real denuncia de las violaciones a los derechos humanos. En efecto, la historia que se reconstruye en este libro indica que solo cuando se fue quebrando la primera condición -la legitimidad del régimen- pudo emerger una crítica a la situación represiva. Pero antes de ello, lo analizado en este capítulo muestra que el proceso de deslegitimación del régimen estaba claramente en marcha para 1979 y 1980 y que la crítica a la represión, o lo que luego serían “las violaciones a los derechos humanos”, todavía no ocupaba un lugar significativo evidente en ese proceso. Por el contrario, esa dimensión represiva parecía seguir funcionando como baluarte último de la legitimidad restante. En contraste, como veremos más adelante, hacia el final de la dictadura la represión terminaría por transformarse en parte clave de esa deslegitimación. Pero incluso así, esa crítica se concentraría en la objeción de las “secuelas”, los “métodos” y los “excesos”. En todo caso, cuando el cuestionamiento a la represión emergió con toda su fuerza, concreto y tardío, ya quebraba poco del PRN y casi nada de su legitimidad inicial.

Cinco

Existe un consenso generalizado sobre que la guerra de Malvinas dio pie al comienzo de la transición por su impacto en el derrumbe del poder militar y representó una verdadera “mutación” en relación con los derechos humanos. Como señala Paula Canelo, esa guerra fue el tiro de gracia porque a partir de entonces la prioridad del régimen pasó a ser la mera preservación corporativa en torno a su premisa básica: la no revisión de la lucha antisubversiva. El proceso analizado muestra efectivamente esa situación desde el lado militar; pero también evidencia que “el problema de los desaparecidos” estaba instalado en la escena pública -con el alcance limitado que hemos visto y con esa formulación reductiva- antes de la guerra y que se mantuvo así bastante tiempo después. De hecho, luego del conflicto bélico, las fuerzas políticas se mantuvieron durante largo tiempo disponibles para alguna forma de negociación o de cierre que podía ser incluso alguna variable de “olvido”. La guerra no parece entonces haber sido un parteaguas en ese aspecto, pero sí en el progresivo endurecimiento social, civil y político frente a las Fuerzas Armadas, que no se centró en los derechos humanos (al menos hasta mediados de 1983), sino en la crítica y objeción global al régimen, de la cual los “desaparecidos” eran un aspecto. Como vimos, las consignas espontáneas de las protestas sociales hacían alusión a un rechazo frontal a los militares, pero no había en ellas un énfasis específico en los derechos humanos y/o los desaparecidos.

Seis

El análisis realizado también muestra el rol central y específico que tuvo el silencio militar, la negativa a dar información y la reafirmación cínica de sus baluartes ideológicos en el proceso de agotamiento de otras vías -fueran las del reclamo o la negociación- para el consiguiente fortalecimiento del camino que llevó a la revisión posterior de los crímenes. Los integrantes de la corporación militar, salvo escasísimas excepciones, nunca estuvieron dispuestos a hablar o brindar información, y la convicción de la lucha antisubversiva como una cruzada salvadora los une desde aquellos años de la dictadura hasta el presente. En todo caso, cuando en 1978 o 1982 las organizaciones humanitarias exigían una respuesta preguntando “¿dónde están?”, reclamaban algo que creían decible y explicable. El tipo de crimen resultaba tan inimaginable que la consigna “aparición con vida” tenía un sentido tan político como literal. La verdad demandada por ese entonces eran datos e informaciones sobre sus seres queridos a los que muchos todavía esperaban con vida. Hoy, como señala Valentina Salvi, “la verdad” que siguen demandando esos mismos actores se ha transformado, por sobre todo, en una categoría política que impugna los crímenes, el silencio y la negación sostenidos durante cuarenta años. Por eso mismo, el proceso analizado aquí muestra el carácter no sólo político sino también descontextualizado de las posiciones que, especialmente con intenciones de limitar el proceso de justicia actual, han planteado una dicotomía entre “verdad” y “justicia”, sosteniendo que en Argentina el camino que se inició desde 1985, centrado en la vía judicial, fue en detrimento de la obtención de la información sobre lo sucedido y de las posibilidades de “reconciliación”. En otros términos, que se podría haber elegido otro camino y sacrificado algo de la búsqueda de justicia para obtener más verdad de parte de los victimarios y avanzar hacia un imaginario “reencuentro”. Como deja en evidencia este libro, más allá de la justicia como objetivo ético y reparatorio, el camino se fue fijando en torno a la opción de la judicialización -casi a contramano del deseo inicial de muchos actores políticos civiles- porque se erigió como respuesta a la negativa y al silencio, a la confirmación del asesinato y a la autorreconfirmación de las Fuerzas Armadas sobre la misión que se habían adjudicado.

Siete

EL RECORRIDO histórico presentado en este libro muestra el carácter indeterminado y relativamente abierto del proceso que llevó a la investigación y justicia de los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas en Argentina. Si la mayoría de los actores políticos dominantes estaba dispuesta a “cerrar el pasado” y solo unos pocos sostenían la necesidad de investigar y, eventualmente, buscar alguna forma de justicia, ¿cómo fue que la opción minoritaria terminó prevaleciendo?

El primer dato evidente es el peso de la infatigable acción de las organizaciones de derechos humanos que lograron instalarse en la escena pública, multiplicando luchas y estrategias y aprendiendo a explotar cada uno de los resquicios que dejaba el proceso de derrumbe del régimen. Pero ello no hubiera tenido el peso que adquirió si no hubiera existido, hacia el final del período, esa disposición social y política masiva para repudiar de manera global el poder militar y, en consecuencia, comenzar a escuchar el dolor de quienes se habían volcado a las calles a reclamar por sus seres queridos. Tampoco hubiera tenido ese peso si las Fuerzas Armadas no se hubieran endurecido en sus posiciones una y otra vez, obligando a los partidos a hacerse cargo del tema y ampliando el rechazo social. Y en eso también tuvo un papel importante la voluntad política de Alfonsín, que a pesar de haber obtenido una amplia mayoría de votos por su reinvención de un horizonte de expectativas en torno a la democracia, siempre había estado en franca minoría en relación con su política de derechos humanos, incluso dentro de su propio partido. También es indudable que el grado de apertura e incertidumbre del proceso político de esos años estuvo fuertemente marcado por el tipo de crimen -sin cuerpos, sin datos, sin identidades- que puso a todos los actores en un compás de espera de respuestas y de  “aparición con vida” que el régimen no podía resolver sin incriminarse -tal como en definitiva hizo con el “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo” (“Documento final”)-. Tal vez el asunto público quedó fijado largo tiempo en “el problema de los desaparecidos”, ocultando tras de sí el carácter global del proyecto político autoritario y la amplitud de la represión y de sus víctimas, porque de todo lo hecho por las Fuerzas Armadas ese era el único aspecto que impedía el “cierre” liso y llano que muchos actores civiles reclamaban. Ello hace evidente una horrorosa paradoja: la preocupación castrense por no dejar huellas a través del método de la desaparición forzada de personas hizo del crimen el más imborrable de nuestra historia colectiva.

Mariana Dimópulos (Buenos Aires, 1973), narradora, ensayista y traductora.

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