Hace poco más de un año, en marzo del 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba la pandemia por coronavirus, y la agenda política global daba un giro inesperado. El coronavirus no solo desató una enorme crisis sanitaria sino también política y económica global que exacerbó enormes problemas estructurales preexistentes. Los gobiernos del mundo entero se han vistos obligados a actuar con prisa e incluso a “improvisar” sobre algo de lo que se tenía muy poca información en un principio.
Uno de los retos fundamentales ha sido la comunicación de crisis. Mantener a la población informada, sin alarmarla, pero sin bajar la guardia frente a los riesgos, promoviendo la implementación de cuidados a los que no estábamos acostumbrados como sociedad y que han llegado a ser fuertemente criticados por líderes y representantes políticos de diferentes regiones, alegando que se estaban restringiendo derechos y libertades fundamentales, poniendo en riesgo ni más ni menos que a la propia democracia.
Con el tiempo transcurrido hasta aquí identifico al menos dos etapas centrales en torno a la comunicación de esta crisis sanitaria:
Los inicios y el enorme reto frente a lo desconocido.
La vacuna como la herramienta que nos permitiría salir del calvario.
Las primeras semanas: la tensión entre la calma y la alerta
Las primeras semanas de pandemia fueron no solo decisivas sino además muy complejas. Nadie entendía exactamente qué estaba sucediendo y mucho menos hacia dónde nos dirigíamos. En esos momentos lo central era (intentar) transmitir calma, a pesar de que alrededor todo pareciera ir poniéndose “patas para arriba”. Se suspendían actividades presenciales, se restringía la movilidad, la información circulaba a gran velocidad.
Nuestras casas pasaron a ser, además, nuestras oficinas y lugares de estudios. Las redes sociales se plagaron de mensajes “por las dudas” sobre las medidas que deberíamos adoptar. Empezamos a escuchar las sirenas de ambulancia cada vez más frecuentes y a los y las sanitarias diciendo que esto era mucho más serio de lo que imaginábamos, mientras la falta de insumos en los hospitales comenzaba a ser moneda corriente en muchos países. Hablábamos con nuestros vecinos, que ni conocíamos, a través de la ventana y salíamos a aplaudir a las 8 pm.
Transcurrían las semanas y a la preocupación se le sumaban el cansancio, el miedo y el no poder imaginar el fin del calvario. El agotamiento y el estrés aumentaban, a los que se sumaban los efectos colaterales de la pandemia: gente sin empleo, niños sin poder estudiar, familias que perdían a sus seres queridos.
En esos momentos transmitir un mensaje de calma era necesario. Sin embargo, no era suficiente. Al mismo tiempo, había una necesidad de mantener en alerta a la población sobre lo peligroso de la situación que estábamos (estamos) viviendo. De esa forma, la tensión entre la calma y la alerta marcaba la comunicación en esos días, además del imperativo de conseguir hablar con un lenguaje sencillo y accesible sobre algo complejo y desconocido, reconociendo desde los gobiernos la incertidumbre sobre el futuro próximo, pero sin llegar a desanimar aún más a la población.
Algunos países han podido gestionar mejor que otros esta comunicación. En parte se ha debido a la capacidad de los gobiernos para coordinar qué decir, cuándo y cómo. Con uno o pocos emisores o portavoces que con regularidad han ido informando el estado de situación, las medidas que se estaban tomando para hacer frente a la pandemia y qué debía hacer la ciudadanía para contribuir en la lucha contra el virus, construyendo e indicando, además, los posibles escenarios que se podrían presentar.
Cuando no existe información que los gobiernos presenten con regularidad se generan espacios para que otros agentes ocupen ese lugar. Los espacios de silencio generan desinformación. Allí es donde cobran fuerza las fake news que, sumado al alcance masivo y capilaridad de las redes sociales, es muy difícil de controlar. Aumenta el nivel de malestar generalizado e imposibilita diferenciar la verdad de aquello que no lo es.
Pero no solo importa la regularidad y la comunicación hacia afuera para evitar estos vacíos; también es clave la comunicación interna del gobierno, para que no se generen mensajes contradictorios, o que se desmientan entre sí, generando aún mayor incertidumbre y “mareando” a la población.
La vacuna
Este escenario de completa incertidumbre se fue estabilizando en la medida en que fuimos aprendiendo más sobre el virus. A eso se le sumó la entrada de la vacuna en la escena: ella ha ocupado un lugar central a la hora de pensar las posibles salidas a esta crisis y de esa forma se ha convertido en un elemento central de la comunicación de la pandemia. A partir de una vacuna seríamos capaces de cambiar el horizonte temporal y pensar a medio plazo, cuando seríamos capaces de recuperar nuestra “normalidad”.
El flujo de información ha cobrado una velocidad sin precedente y algo parecido ha sucedido con el desarrollo de la vacuna para la covid-19. Por primera vez, la población se transformó en una suerte de espectador que ha ido acompañando casi en tiempo real un proceso complejo. Se han producido idas y venidas en el ánimo de la población a medida que recibíamos información sobre el curso de los diversos ensayos clínicos que se estaban desarrollando y los inconvenientes que se han ido presentando.
Buena parte del debate público ha estado enfocado en quién encontraría la vacuna. Grandes potencias como Estados Unidos, la Unión Europea, China, India y Rusia se disputaban entre sí la carrera científica: todas querían asegurarse el titular de haber descubierto la vacuna que nos salvaría. En el fondo, disputaban también poder y posicionamiento geoestratégico en un mundo que sin duda ya no será el mismo.
Con una velocidad nunca antes vista, la carrera científica se aceleró y en menos de un año ya eran varias las vacunas que estaban en condiciones de ser utilizadas. Pero la inmediatez a su vez sembró dudas y cuestionamientos por parte de la población, y una utilización política por parte de fuerzas opositoras a los gobiernos de turno en varios países para desprestigiar la calidad de las vacunas y promover el rechazo a las mismas.
Frente a una campaña de vacunación global sin precedentes, que exige grandes retos logísticos y no todos los países cuentan con la misma infraestructura en sus sistemas de salud para implementarla, la comunicación pasa a ser clave para generar seguridad en la población. Seguridad de que las vacunas funcionan, seguridad de que todos serán vacunados y seguridad de los criterios seguidos.
A ese desafío se le suma el hecho de que se han incumplido muchos contratos, prometiéndose dosis que no llegaron en el tiempo previsto. Frene a ello, los gobiernos han debido ir ajustando esa información a diario, avanzando sobre un escenario que no es del todo firme, pero sin llegar a caer en el desánimo.
Por si eso fuera poco, en paralelo hay otras cuestiones que no se deben desatender en torno a la sensibilización de la población. Por un lado, que aun con la vacuna hay que seguir cuidándose. Por el otro, que, aun habiéndose detectado algunos efectos adversos en algunas vacunas, los beneficios de la inmunización son inmensamente mayores. El próximo paso es que logremos una distribución global y equitativa de las dosis.
Algunas lecciones aprendidas
En más de un año que llevamos con la pandemia del coronavirus, viendo que la vacunación avanza y es efectiva, pero que se está produciendo de forma completamente desigual en los países según sean más o menos desarrollados, me gustaría destacar algunas ideas en torno a la comunicación de esta crisis:
- Que la sencillez a la hora de informar es efectiva.
- Que mantener un cierto nivel de tensión entre la calma y la alerta es necesario.
- Que los espacios de silencio por parte de los gobiernos generan desinformación y que, si la desinformación avanza, perdemos todos.
- Que la salida a esta crisis debe ser global, intersectorial y solidaria.
Evangelina Martich es profesora asociada en el Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Carlos II. La versión original de este artículo aparece en la Revista Telos, de Fundación Telefónica. Puede descargarse el número 116 aquí.
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