El avión aterrizó en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma, a las 18:22. A las 18:23 le mandé un Whatsapp a Emilio: "Emilio, estoy aquí." Hacía casi un mes que no hablábamos.
En las semanas previas al viaje me había dado la impresión de que él pensaba que yo había enloquecido buscando a Bilal. "Aquí, ¿dónde?," respondió a las 18:34.
Yo me había convencido de que mi búsqueda le parecía un capricho y de que él consideraba mi intento de contactar a Bilal a través de Bruna un fruto más de mi impaciencia. Aunque a veces me había parecido que, en el fondo, Emilio no deseaba que yo diera con el paradero de Bilal, durante las dieciséis horas de vuelo de Buenos Aires a Roma, había releído nuestros mensajes y me había dado cuenta de que muy probablemente yo estuviera equivocada. Como tantas otras veces, mi imaginación podía haberme jugado en contra. "En Fiumicino. Acabo de llegar," respondí. Quizás Emilio no se oponía a mi proyecto sino que aquello que yo había interpretado como oposición tuviera que ver con una cierta frialdad suya y con su acérrimo escepticismo acerca de la raza humana. Pero, además, si no fuera por él, por la conmoción que me causaron sus relatos y ese modo suyo, tan descarnado, de contarlos, yo no estaría haciendo este viaje. ¿Cómo no llamarlo apenas llegué? Él era la primera persona a quien yo quería ver en Roma. "Realmente eres capaz de cualquier cosa, ¿no?" me dijo a las 18:38. "¿Cenamos?" le respondí. "Claro. ¿A qué hora te busco?" contestó él.
Nos abrazamos como si fuéramos hermanos queridos que no se han visto desde hace mucho. O como una pareja que no se ve desde hace tiempo, pero que no se besa.
-Vamos al bar de siempre -dijo.
Yo lo agarré del brazo como si toda la vida lo hubiera agarrado del brazo. Lo agarré del brazo y le conté mis planes y le conté que tenía muchas entrevistas por hacer y que iría a Nápoles y a Sicilia y a Lampedusa y que ya no me importaba tanto que Bilal no quisiera contarme su historia porque había decidido hablar con muchos otros refugiados y que, en vez de escribir con detalle la historia de una vida, escribiría la historia de muchas. Estaba contenta de estar de nuevo en Roma y feliz de caminar con Emilio a la orilla del Tevere. Nos habíamos visto sólo tres veces antes pero, de alguna manera, estos meses en los que yo lo había enloquecido con mi insistencia por encontrar a Bilal parecían habernos acercado.
Cuando entramos al restaurante pensé que tal vez me había equivocado en diciembre al no propiciar otro tipo de encuentro. Tal vez Emilio era el hombre de mi vida y yo no me había dado cuenta. Quizás esta misma noche, después de cenar, a pesar de las dieciséis horas de vuelo, podría ir a dormir a su casa. Despertaría tarde a la mañana siguiente entre sus brazos y me olvidaría de la decena de entrevistas que tenía que hacer durante la semana. ¿Cuán difícil podía ser mudarme a Roma definitivamente?
Pedimos carciofi alla giudia, panzanella romana y fave con pecorino. Todo para compartir.
Emilio me preguntó qué pensaba hacer al día siguiente. Le dije que por la mañana iría a entrevistar a las familias que estaban viviendo en la Basilica dei Santi XII Apostoli y por la tarde vería a un chico de Guinea que había contactado a través de la amiga de un amigo.
-Cuando quieras puedes venir al hospital -dijo. -Veré quiénes de mis pacientes pueden querer hablar contigo. ¿Te parece bien?
Claro que me parecía bien. No sólo eso: me sorprendió que Emilio estuviera dispuesto a ayudarme. Su mirada, sin embargo, había perdido el brillo que tenía en diciembre.
-Tengo una noticia para darte –dijo, cuando terminamos de comer.
Que no sea que tiene novia, pensé. Que no sea eso, por favor.
-Hace unos días vi a Bilal –dijo Emilio.
Yo sabía dónde trabajaba Bilal. Bruna me había dicho que había conseguido un trabajo temporal en Mercato Centrale y había sido yo quien se lo había comentado a Emilio unas semanas antes, pero recién ahora me enteraba de que él, sin decirme nada, había ido hasta allí. Mercato Centrale no es un mercado, sino el nombre de un patio de comidas adyacente a la Stazione Termini, una de las estaciones de metro más concurridas en Roma. Saber que Bilal trabajaba allí no significaba que fuera fácil encontrarlo, no sólo porque es un lugar enorme y hay muchos locales, sino también porque era muy probable que el área donde trabajaba no estuviera a la vista. Emilio, sin embargo, lo había encontrado.
-¿Cómo está? –pregunté.
Trabajaba en una pizzería. Emilio lo había visto lavando platos detrás de una pared de vidrio y lo había saludado desde el pasillo. Bilal se había secado las manos en un repasador y había salido a hablar con él unos minutos. Le dijo que estaría en ese trabajo sólo unas semanas. Estaba haciendo la suplencia a un amigo. Luego, se quedaría de nuevo sin nada. “Ahora que estás de nuevo en Roma, puedes volver a la consulta,” le dijo dicho Emilio, al despedirse. Bilal le aseguró que llamaría a pedir turno.
-¿Y cómo no me habías contado nada? –pregunté.
-Pensé que si te decía dónde trabaja, inmediatamente tomarías un avión para venir a Roma –contestó Emilio, sonriendo.
Vi todo de golpe. Vi mi impulsividad. Mi impaciencia. Vi a Emilio y el modo en que se protegía de sentir demasiado. Vi que yo no dormiría en su casa esa noche y quizás ninguna otra. Vi que él había tenido razón al decirme que una carta mía asustaría a Bilal. Me sentí como una niña que quiere salirse con la suya a pesar de todos los inconvenientes. Una niña que insiste hasta que cree que lo logra pero a la que, al fin, todo le sale mal. Estaba a punto de llorar cuando, de pronto, vi también algo más. Vi a Rita, la amiga de mi amigo que, sin conocerme, había conseguido entrevistas con refugiados para todos los días de la semana. Vi a Bruna que, sin conocerme, había dicho que podría ir a la Scuola di Italiano per Migranti a hablar con los estudiantes todas las veces que quisiera. Vi al médico Pietro Bartolo, que durante los últimos veinte años ha recibido a cada uno de los refugiados que desembarcan en las playas de Lampedusa y que había aceptado que lo entrevistara pero, además, se había ofrecido a alojarme en su casa. Vi a las sesenta familias de inmigrantes que dormían en el pórtico de una iglesia y a las que entrevistaría a la mañana siguiente. Y vi también a Bilal. Claro. Lo vi como lo había venido viendo desde hacía meses –cruzando el desierto, cruzando el mar- pero ahora a esas imágenes se sobre imponía la de Bilal lavando platos detrás de una pared de vidrio en una pizzería de Roma.
El mozo vino a preguntar si queríamos postre o algún licor.
-¿Compartimos algo? –dijo Emilio.
Dudé un instante.
-Prefiero volver a casa –contesté, al fin.
Mientras caminábamos de regreso por las calles empedradas de Trastevere pensé que en algún momento tendría que decidir si iba a Mercato Centrale a buscar a Bilal. Esa noche, sin embargo, la decisión podía esperar. No había urgencia. Estaba en Roma y al día siguiente tenía mucho por hacer.