Con objetivos tan amplios como poner fin a la pobreza en todas sus formas y prestar una educación de calidad universal para 2030, los Objetivos de Desarrollo Sostenible son altamente ambiciosos, mucho más que sus predecesores, los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Para que el mundo los alcance será un factor crucial el dinero, particularmente las finanzas públicas.
Tradicionalmente, la asistencia oficial para el desarrollo (ODA, por sus siglas en inglés) desempeñaría una función central en la financiación de una agenda como la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030, que abarca los 17 ODS. Pero la ODA no bastará en tiempos en que la retórica nacionalista y las políticas aislacionistas ganan peso en algunos de los mayores países donantes del planeta, comenzando con los Estados Unidos.
De hecho, en el mejor de los casos, la ayuda extranjera se ha mantenido sin variaciones y no se espera que aumente. Por el contrario, existe la clara posibilidad de que el fantasma de una recesión global –elevado por la guerra comercial del Presidente estadounidense Donald Trump- signifique una reducción en los ingresos procedentes de países donantes, junto con un aumento de la demanda interna de gastos públicos. No son buenos augurios para los flujos de ayuda extranjera.
Esto implica que para implementar los ODS, los países en desarrollo deberán depender cada vez más en sus propios recursos. Y, de hecho, la Agenda 2030 prevé este imperativo: el primero de los 17 ODS es “fortalecer la movilización de recursos internos… para mejorar la capacidad nacional de recaudación de impuestos y otros ingresos”. La pregunta es cómo hacerlo:
La deficiente gestión fiscal significa que los países en desarrollo, en particular los de África, continente que alberga a 27 de los países más pobres del planeta, a menudo padecen inflación y crisis de la deuda, y muchos están a merced de los ciclos de precios de las commodities o productos básicos. La recaudación de impuestos es un gran reto para estas economías: en promedio, los países de ingresos bajos recaudan entre el 10 y el 20% de su PIB en impuestos, frente a cerca de un 40% del PIB en los países ricos.
Una de las razones principales es que estos países tienden a poseer economías informales de gran tamaño; otra es que invierten poco en la infraestructura necesaria para implementar una tributación personal, dependiendo en su lugar de los impuestos a la venta, más fáciles de implementar pero que recaudan menos. Si a eso se añade la gestión deficiente de lo recaudado, estos países fracasan constantemente en la prestación de los bienes y servicios públicos necesarios, por lo hablar de asegurar su sostenibilidad fiscal.
Nuestros estudios muestran que la eficacia de la recaudación de impuestos y la solidez de los sistemas presupuestarios depende de forma crucial del grado en que las instituciones políticas dispongan de mecanismos de limitación del poder ejecutivo. Los gobiernos con sistemas creíbles e institucionalizados de controles y equilibrios tienden no solo a recaudar más ingresos por impuestos, sino también a tener procesos presupuestarios más transparentes y predecibles.
Un motivo de peso para esto es la capacidad de rendición de cuentas. Dar a un solo ejecutivo un control prácticamente ilimitado de los recursos financieros estatales eleva el riesgo de que se produzcan cambios repentinos en las prioridades presupuestarias, y aumenta la tentación de gastar más en proyectos que enriquezcan a unos pocos a expensas del bien público. Pero cuando los líderes políticos no pueden usar a su arbitrio los ingresos estatales –digamos, para enriquecerse ellos mismos o a su camarilla- se elevan las probabilidades de que fortalezcan la capacidad fiscal del gobierno, lo que incluye su habilidad de diseñar, implementar y monitorear el presupuesto.
En un sistema parlamentario plenamente funcional, por ejemplo, un grupo de autoridades electas supervisa el presupuesto estatal de un modo relativamente transparente. Nadie tiene el poder para distorsionar el proceso de maneras que le beneficien. En lugar de ello, los líderes están bajo la presión de dar respuesta a las necesidades y preferencias de los votantes.
En ese contexto, la tributación se convierte en una transacción informada y consensual entre ciudadanos y el estado. Con ello se afianza la confianza en las instituciones oficiales, lo que a su vez eleva los ingresos y sustenta la estabilidad social y política.
Según nuestros estudios, implementar mecanismos de limitación del poder ejecutivo produciría, tras cerca de nueve años, un aumento de 2,4 % de la proporción del PIB en los ingresos del impuesto a la renta y los ingresos generales. Tales cambios también elevarían la calidad de la planificación fiscal (es decir, la precisión de las previsiones de ingresos y la eficacia de la implementación del presupuesto y la gestión de la deuda) por sobre el promedio global.
Estos avances se podrían traducir en más libros de texto en las escuelas locales, más vacunas para los servicios de salud locales, así como más recursos para los programas de reducción de la pobreza. En otras palabras, un sistema tributario limitado por instituciones que garanticen la transparencia y la rendición de cuentas podría ser un importante avance hacia el logro de los ODS.
Por supuesto, los efectos no serán inmediatos. La reforma institucional es un proceso gradual y los cambios legales no se traducen inmediatamente en cambios conductuales. Pero la integración de pesos y contrapesos a la función de gobierno –particularmente para limitar la discrecionalidad de la autoridad presupuestaria del ejecutivo- es esencial para lograr el tipo de transformación estructural que los países en desarrollo necesitan para crear futuros más prósperos y estables que se extiendan mucho más allá de 2030.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Tania Masi es investigadora de la Universidad de Milano-Bicocca. Roberto Ricciuti es profesor asociado de la Universidad de Verona. Antonio Savoia es académico en la Universidad de Manchester. Kunal Sen, profesor de la Universidad de Manchester, es Director de UNU-WIDER.
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