Bilal tenía una hermana. El día en que llegaron los árabes y mataron a sus padres ella estaba en la escuela. Los cuatro vivían en una pequeña aldea con calles hechas de tierra y arena del desierto.
Las pocas casas, distribuidas aquí y allá, eran construcciones de adobe de una sola planta. Todo era color naranja: las calles, las paredes de barro de las casas, las dunas del desierto en medio de las que emergía la aldea.
Bilal tampoco estaba en su casa esa mañana. Se acababa de cruzar con tres amigos de su padre que iban camino al río cuando vio que, desde la distancia, se acercaba una camioneta. Al llegar a la aldea, el vehículo se detuvo y bajaron varios hombres de tez más clara que la suya. Empezaron a disparar sin que mediara ningún aviso. Bilal vio desmoronarse a los amigos de su padre sobre la arena. Dos perros huyeron en dirección contraria a los disparos. También Bilal salió corriendo. En el camino vio caer a una mujer. Cuando Bilal pasó al lado de ella, su cuerpo convulsionaba sobre un charco de sangre. Llevaba un vestido largo estampado con flores de colores vivos. La sangre se extendía sobre las flores amarillas, sobre las azules, sobre las rojas. Los perros corrían con las orejas planas y la cola entre las patas. Bilal corría descalzo, lo más rápido que podía, pero los perros le llevaban ventaja. Otro disparo. Un perro pegó un gemido y cayó de costado sobre la tierra con la boca abierta. Bilal siguió corriendo: si llegaba pronto a su casa quizás estuviera a tiempo de advertir a sus padres sobre lo que estaba pasando. Quizás todavía estuvieran a tiempo de esconderse.
Emilio supone que esto debe haber ocurrido en 1989 en la época en que empezaba la guerra entre Mauritania y Senegal por los derechos sobre el río que limita a las dos naciones. La familia de Bilal vivía cerca de la frontera y pertenecía a la etnia Wolof, pero en la región también habitaban mauritanos blancos de origen árabe y bereber que consideraban -consideran, todavía hoy- inferiores a las etnias negras. La guerra entre los dos países duró menos de dos años, facilitó la adquisición de nuevos esclavos, hizo que 250 mil personas tuvieran que abandonar sus casas y causó miles de muertes. Estos son los grandes números de la historia. Los números que no causan emoción alguna. Dos de esos muertos fueron los padres de Bilal.
Los árabes se llevaron a Bilal sobre un camello. Más tarde lo subieron a un camión en el que había otros niños. No les dieron de comer hasta varios días después cuando llegaron a las afueras de un pueblo. Ahí, los vendieron en un remate. Abdoulaye, de 14 años. Alioune, de 15. Khadim, de 13. Tidiane, de 12. A Bilal nadie lo quería comprar. A sus nueve años aún no podía ser demasiado útil y alimentarlo costaría más de lo que podría producir. Pero era alto y fuerte para su edad y al fin un mauritano blanco, del grupo de los Beidane, decidió comprarlo. El niño no tenía manera de saberlo pero, a partir de entonces, viviría como esclavo con la familia de su patrón durante los próximos veinticinco años trabajando todo el día, manteniendo la casa y arando los cultivos, sin recibir pago alguno, sin libertad de movimiento, sin que nunca lo enviaran a la escuela ni le enseñaran a leer y escribir, sabiendo siempre que si hacía algo mal lo castigarían, y que podían regalarlo o venderlo en cualquier momento, sin tener en cuenta su voluntad ni sus afectos.
Esto era lo único que yo sabía acerca de la infancia del hombre cuya vida hubiera querido contar, pero que ya no podría contar. El 29 de enero, unas horas después de que Bruna me dijo que Bilal había cambiado de idea en relación a nuestro encuentro, la llamé para decirle que no insistiera, que no hacía falta que le preguntara por qué había cambiado de decisión y que le agradecía todo lo que había hecho para ayudarme. Sin embargo, Bruna ya había hablado con él. Bilal le había dicho que después de pensar mucho durante el fin de semana, había decidido que no quería contar su historia. "Es mi vida," dijo.
Al día siguiente, 30 de enero, le escribí a un amigo romano y le conté que no iría a Italia como había pensado. "Me he quedado sin historia," dije. "Sólo me queda la pasión por escribir ese libro. Pero perdí al protagonista." Mi amigo me contestó: "Mi ex trabaja en una organización de voluntarios que se ocupa de refugiados. Han recibido más de 50 mil personas en los últimos años. También tengo una amiga antropóloga que trabaja con inmigrantes en hospitales. Si quieres, pregunto si pueden ayudarte."
El 31 de enero decidí que viajaría aunque Bilal no quisiera hablar conmigo. En vez de ir a escuchar una historia, iría a buscar muchas historias. Hablaría con quien quisiera hablarme.
Partí el 15 de febrero sin saber exactamente para qué me iba, ni qué haría una vez que llegara a Roma. Lo único que sabía era que tenía que hacerlo. Necesitaba escuchar. Y si ninguna de las personas que habían ofrecido su ayuda lograba ponerme en contacto con refugiados, yo les hablaría en la calle, los buscaría, me sentaría en una plaza cerca de cualquier “centro d'accoglienza” con un cartel que dijera: "Vorrei sentire la tua storia." Quiero escuchar tu historia. Por si acaso, en la valija, abajo de todo, extendida para que no se arrugara, llevé una cartulina blanca y un marcador verde de trazo grueso. Supongo que, en el fondo, no había perdido del todo la esperanza de hablar con Bilal. Quizás la historia que quería escuchar todavía era la suya.