Sur y Oeste
Joan Didion
Random House
Uno (mi comentario)
Joan Didion pertenece a esa generación norteamericana que, a fines de los 50, principios de los 60, comenzó a descubrir en su propio país una sociedad que desconocía y en su propia época un repositorio de novedades. Viajeros en su vasta tierra y cronistas ávidos de su tiempo, tuvieron plena conciencia de la excepcionalidad americana, que observaron, describieron y analizaron en primera persona con la curiosidad del sociólogo, del dramaturgo, del periodista, del escritor.
Conocemos a la Didion de sus primeras épocas sobre todo por sus crónicas californianas, por el estilo elegante, íntimo y preciso, por la mirada mordaz y detallada con que retrató y entendió distintas facetas de la vida del oeste americano en que se crió. Pero sobre todo, por la curiosidad con que intentó entender su entorno, su propia experiencia de vida, incluso su dolor. En este libro, Sur y Oeste, leemos las notas sueltas, no del todo trabajadas, que Didion fue redactando durante un viaje en auto de un mes que hizo junto con su marido en 1970 por Misisipi, Alabama y Luisiana en busca de algo que nunca hasta ahora llegó a convertirse en publicación.
No creo que sea la razón por la que Sur y Oeste fue publicado ahora, pero a mí esta colección de croquis para ensayos me parece fascinante porque muestra en gran parte también por qué razones, a veces, los grandes escritores fallan. Y cómo parte del talento reside en intuir, como en este caso, cuándo el material producido no alcanza o tiene algún problema estructural que ni los hallazgos esporádicos salvan. Fastidiada por el clima y la geografía del Sur profundo, sintiéndose lejos y por encima de la gente que se iba cruzando en el camino, Didion miró con sorna y disgusto pero, a pesar de lo que declara, sin curiosidad genuina, a ese Sur en el que sólo vio a la América racista, conservadora y machista donde persistían todavía relaciones, conductas y valores muy enraizados en el pasado y ajenos ya a la experiencia del Oeste y el Este, por las que había pasado Didion. Sólo eso fue el Sur en estos relatos para ella, a pesar de que a veces afloran episodios que habilitan otra mirada y que ella elige no seguir. La contratapa y varias reseñas de Sur y Oeste ven en las observaciones de Didion un sentido profético a la luz de la América que volvió a la superficie en la era Trump. Y quizás sea cierto. Pero me parece cierto también que en el tono y la mirada de Didion en estos esbozos hay también alguna clave de por qué las dos Américas siguen mirándose, después de medio siglo, con el mismo recelo.
El último ensayo son las notas que Didion escribió para la cobertura que iba a hacer para la Rolling Stone del juicio de Patty Hearst, la hija del magnate secuestrada por el grupo de izquierda Symbionese Liberation Army, al que luego se unió. Pero Patty Hearst, en el texto que no se publicó nunca en la revista, es para Didion menos el tema de una cobertura que una imagen que le permite viajar a su propia infancia, reflexionar sobre las peculiaridades estéticas de su familia, enfocarse en los efectos sobre ella de la diferencia con los otros, en la distancia entre lo que percibía y lo que era, en la relación entre los recuerdos autoriales y las representaciones en las obras de ficción. Ésta es, para mí, la mejor Didion, la que saca de un detalle reflexiones inesperadas, de la textura de una prenda recuerdos escondidos, de una fotografía de otros reminiscencias de los veranos de infancia. En este texto breve, Didion se deja llevar por relaciones azarosas que descubre o inventa pero que le permiten entender y mostrarnos cómo llegó a ser quién es y cómo mira el mundo. También, uno puede identificar acá y allá, en este relato narrado desde “los hijos de California que se habían criado como yo”, esa estudiada exhibición del privilegio, mesurada pero presente siempre como soporte continuo de esa voz que le conocemos a Joan Didion. Es exquisita y sutil y certera. Nos permite ver a la mejor Joan Didion. Pero también nos permite entender de a ratos la incomodidad y fastidio con que alguna vez la leyó otra californiana brillante: Pauline Kael.
Dos (la selección)
“Cuando pienso ahora en Nueva Orleans, me acuerdo sobre todo de su densa ofuscación, de su vertiginosa obsesión por la raza, la clase, el legado histórico, el estilo y la ausencia de estilo. Se da el caso de que estas obsesiones concretas se basan todas en distinciones que la ética de la frontera enseña a los niños del Oeste a negar y a dejar deliberadamente en el tintero, pero en Nueva Orleans dichas distinciones son la base de muchas conversaciones, y son lo que otorga a esas conversaciones su peculiar crueldad e inocencia infantil. En Nueva Orleans también se habla de fiestas y de comida, con unas voces que suben y bajan y nunca se apagan, como si hablar de cualquier cosa pudiera mantener a raya la naturaleza salvaje. En Nueva Orleans la naturaleza salvaje se percibe como algo muy cercano, como la naturaleza redentora de la imaginación del Oeste, sino como algo rancio y viejo y malévolo, la idea de la naturaleza salvaje no como una huida de la civilización y sus descontentos, sino como una amenaza mortal a una comunidad precaria y colonial en su sentido más profundo. El resultado es vivaz y avaricioso e intensamente egocéntrico, un tono bastante común en las ciudades coloniales, y que constituye la razón principal de que esas ciudades me resulten estimulantes”. (32-33)
Tres
“En el Golfo todo parece irse al carajo: a las paredes les salen manchas, las ventanas se oxidan. Las cortinas crían moho. La madera se deforma. Los aires acondicionados dejan de funcionar. En nuestra habitación del hotel Edgewater Gulf, donde estaba teniendo lugar la Convención de Radiotelevisión de Misisipi, el aire acondicionado de la ventana temblaba y sufría violentas sacudidas cada vez que lo encendías. El Edgewater Gulf es un hotel enorme y blanco como una lavandería gigante y con pinta de estar a punto de ser clausurado para su demolición. La piscina es grande y está descuidada, y el agua huele a pescado. Detrás del hotel hay un centro comercial nuevo construido alrededor de una galería cubierta con aire acondicionado, y empecé a escaparme allí para intentar regresar a la América normal”. (44-45)
Cuatro
“En el Sur no podía dejar de pensar que si yo hubiera vivido allí habría sido una persona excéntrica y llena de rabia, y me preguntaba qué forma habría asumido aquella rabia. ¿Acaso me habría sumado a alguna causa, o simplemente habría apuñalado a alguien?”. (73)
Cinco
“Había unas poca mujeres negras por la calle, todas con sombrillas para protegerse de sol. Eran casi las cinco. En mitad de la avenida Veintidós, la calle principal de Meridian, había un hombre con una escopeta en las manos. Llevaba camisa de color rosa, gorra de golfista y un audífono en una oreja. Levantó la escopeta y disparó varias veces hacia el tejado de un edificio.
Yo paré el coche, me lo quedé mirando un rato y por fin me acerqué a él.
-¿A qué le está disparando? – le pregunté.
-A lah palomah – me dijo en tono jovial.
En aquella única tarde demencial, Misisipi perdió gran parte de su capacidad de asombrarme”. (76)
Seis
“Una noche fuimos al cine en Meridian: estaban poniendo Loving, con George Segal y Eva Marie Saint. El público, el poco que había, miraba la pantalla como si la película fuera checa. Se daba el caso de que yo había visto a Eva Marie Saint hacía unas semanas, en una cena en una casa de Malibú, y ahora la distancia entre Malibú y aquel cine de Meridian me parecía infinita. ¿Cómo había llegado yo de un sitio a otro? Esa era, como siempre, la pregunta”. (79)
Siete
“Así que fuimos al cementerio, al de Oxford, en busca de la tumba. Bajo un roble de Virginia había un muchacho negro sentado en un Buick en dos tonos de color salmón con la puerta abierta. Estaba sentado en el suelo del coche con los pies afuera, y mientras estuve allí subieron serpenteando por la carretera del cementerio varios coches con adhesivos de la Universidad de Misisipi y de “Todos con Archie”, y de ellos salieron varios muchachos y llevaron a cabo algún intercambio con el chico negro y volvieron a arrancar y se fueron. El chico negro parecía estar vendiendo marihuana, y su coche tenía un adhesivo de la Estatal de Wayne. Aparte de esto, no había nadie más, sólo conejos y ardillas y el zumbido de las abejas y el calor, un calor mareante, un calor tan intenso que se me pasó por la cabeza desmayarme. Estuvimos varias horas buscando la tumba, encontramos la parcela de la familia Faulkner y Falkner, pero nunca llegamos a encontrar la tumba de William Faulkner en todo aquel cementerio poblado por ciudadanos de Oxford y niños pequeños”. (112-113)
Bis
“En el almuerzo, o justo antes, le pidieron a la niña de siete años que tocara algo y ella estuvo encantada; interpretó al piano “Joy to the World”, una melodía peculiar en aquel tórrido día de junio en el Delta. Todo el mundo se tomó de las manos para bendecir la mesa. Los cuatro hijos iban vestidos con camisas azules de cuello mao a juego. La familia acababa de volver del servicio dominical en la iglesia presbiteriana. Y había llamado a Marshall Bouldin el día anterior desde Oxford y él me había sugerido que fuéramos a almorzar a su casa: “Vengan después de la iglesia”, me había dicho. Esa idea de la “iglesia” como algo que se da por sentado los domingos por la mañana ya hace un par de generaciones que no existe en las sociedades protestantes que conozco, pero sigue existiendo en el Sur”. (125)
“Cuando comparo las casas que a mí me criaron para que admirara, en California, con las casas que a mi marido lo criaron para que admirara, en Connecticut, me asombra que hayamos conseguido construir una casa juntos”. (148)
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