Se necesita urgentemente desarrollar un nuevo modelo de gobierno digital, explica el ex primer ministro belga. Para él, el control monopólico que tienen Google y Facebook sobre la información personal de millones de personas y sobre el flujo de noticias e información que reciben por internet, presenta un claro peligro para el futuro de la democracia. Por eso, propone medidas para limitar tamaño poder.
Cuando en mayo el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, compareció ante el Parlamento Europeo, hizo alarde de que su empresa les paga a decenas de miles de moderadores para que revisen y, de ser necesario, eliminen comentarios abusivos publicados en la red social. Al parecer este personal, provisto por empresas subcontratadas en la India y otros países, es el poder oculto que decide lo que puede aparecer o no en la plataforma.
Zuckerberg dio esta información con la esperanza de tranquilizarnos, pero su testimonio tuvo el efecto contrario. La idea de que ahora empresas multinacionales como Facebook decidan lo que la gente ve en Internet es inadmisible y peligrosa. Semejante privatización de las libertades civiles no tiene precedentes. Tal vez la Iglesia Católica ejerciera un poder casi absoluto sobre la disponibilidad de información en la Edad Media, pero al menos sus seguidores veían en ella una autoridad moral. Zuckerberg no es nada de eso.
Facebook (y las redes sociales en general) han acelerado la circulación de las noticias, pero al mismo tiempo han atenuado el acceso libre e imparcial a ellas. En cualquier puesto de revistas callejero uno encontrará publicaciones satíricas de “izquierda” como Private Eye y Charlie Hebdo al lado de otras “capitalistas” como el Wall Street Journal y el Financial Times. Pero en el “news feed” de Facebook es difícil ver noticias que no refuercen las opiniones políticas propias.
Zuckerberg, por cierto, afirma que Facebook tiene “verificadores de hechos independientes” que identifican las “noticias probablemente falsas” y pueden “añadirles algo y mostrar a la gente otros materiales (similares, de otras fuentes de noticias)”. Pero no está claro quiénes son estos verificadores, qué criterios usan para determinar la veracidad de las noticias y qué algoritmos usan para elegir fuentes alternativas.
Una distopía programada
El mundo que Zuckerberg ha creado empieza a parecerse a una combinación de 1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley. En 1984, una autoridad central controla el discurso público en un sistema totalitario; en el mundo digital actual, el discurso lo controla una sola empresa que tiene un cuasimonopolio de la distribución de las noticias en Internet. Zuckerberg dirá que hay alternativas, como Google y Twitter; pero es como si un monopolio automotriz nos dijera que si no queremos usar sus autos, siempre está la posibilidad de esperar el autobús o ir a pie.
En Un mundo feliz, la ciencia y la tecnología determinan los pensamientos y la conducta de los seres humanos, en vez de ser los seres humanos los que decidan el rumbo de la ciencia y la tecnología. Y como muestra Jamie Bartlett (de Demos) en The People Vs Tech [El pueblo contra la tecnología], la cuantificación digital de la vida cotidiana es totalmente incompatible con el funcionamiento de la democracia. En un mundo donde los algoritmos lo deciden todo, la política ya no existe.
Pero este problema trasciende a Facebook. Todas las grandes empresas de Silicon Valley (incluidas Alphabet Inc. –casa matriz de Google–, Apple y Amazon) han adoptado modelos de negocios con capacidad para debilitar la democracia, y junto con ella la privacidad. La acumulación de datos personales con el propósito de vender publicidad personalizada está dejando a los electorados democráticos cada vez más vulnerables a la manipulación populista y demagógica.
Por qué no dividir a las megaempresas
El único modo de detener esta tendencia preocupante es revolucionar Internet misma, para devolvérsela a los usuarios comunes y corrientes, es decir, a los ciudadanos. Una opción, según señala el periodista Nick Davies, es nacionalizar a gigantes como Google y Facebook. Pero ese remedio podría ser peor que la enfermedad original. En países como China y Turquía, donde las redes sociales están sujetas a un intenso control estatal, hay todavía más desinformación y censura que con los monopolios privados. Además, lo último que necesitamos es una única megaplataforma pública de redes sociales. Por el contrario, necesitamos mucha más competencia, para que los ciudadanos tengan más alternativas respecto de dónde almacenar sus datos y bajo qué condiciones.
Históricamente, garantizar una competencia justa y saludable siempre ha sido buena receta para resolver los problemas en una economía de mercado. En 1900, la Standard Oil de John D. Rockefeller controlaba el acceso al mercado de la energía en Estados Unidos, lo que suponía un perjuicio para los consumidores y para la industria. Así que en 1911, el gobierno estadounidense la obligó a dividirse en 34 empresas más pequeñas, algunas de las cuales, como Chevron y ExxonMobil, todavía existen.
La división de Standard Oil sentó las bases para otras acciones antitrust similares que se tomaron a lo largo del siglo XX contra IBM, Kodak, Microsoft, Alcoa y otros monopolios. En 1982, AT&T tuvo que entregar el control de las operadoras telefónicas locales del conglomerado Bell en Estados Unidos y Canadá, y el conglomerado se dividió en numerosas empresas más pequeñas. La actual revolución tecnológica se debe en buena medida a ese acto de regulación estatal a gran escala.
Es decir, no hay motivos históricos para pensar que la división de las megaempresas digitales perjudicará a la economía; por el contrario, puede alentar una nueva oleada de innovación. Entonces ¿por qué no se ven avances en el sentido de una intervención estatal razonable en este sector, como la que se vio en los mercados del petróleo y de las telecomunicaciones?
Repensar las normas antitrust
En Estados Unidos parece haber poco interés en intervenir en una industria local inmensamente exitosa; y en Europa, no hay instrumentos para hacerlo. Además, las normas estadounidenses y europeas de defensa de la competencia se crearon para las industrias analógicas del siglo XX, no para la economía digital del siglo XXI. En Estados Unidos, las políticas antitrust predominantes las formularon en los años setenta y ochenta figuras como el jurista conservador Robert Bork y el economista Aaron Director, de la Universidad de Chicago. Bork y Director sostenían que la legislación antitrust debía apuntar ante todo a la eficiencia económica, no al tamaño de las empresas o su posición de mercado. Según este razonamiento, no se justifica tomar medidas contra un monopolio o cuasimonopolio si este no se aprovecha de los consumidores cobrándoles precios más altos.
Ahora este principio sirve de protección a Facebook, Google y Amazon; todas ellas aportan enormes beneficios a los consumidores. El problema es que también han acumulado una cantidad enorme de datos personales, ya que el core business de estas megatecnológicas tiende a tratar a los usuarios no como clientes sino como productos. De modo que cualquiera sea el tipo de servicio provisto por estas empresas, es básicamente irrelevante ante la cuestión real: la concentración del control de la información personal.
Por ejemplo, el problema con que Facebook haya comprado Instagram y WhatsApp no es que estas empresas estaban entre sus principales competidoras, sino que al comprarlas, Facebook pudo acumular todavía más datos personales, y con ellos un grado de conocimiento exclusivo sobre las vidas, las preferencias, las pasiones y los deseos de millones de personas. Eso le permite ofrecer una plataforma sin igual a publicistas y otros interesados en sacar provecho de la manipulación psicológica. Su servicio es perfecto para políticos populistas e iliberales que buscan el poder a través del miedo y la calumnia, en vez del mérito de sus ideas.
El poder de las megatecnológicas deriva de nuestros datos personales. Eso no es diferente al poder que la Standard Oil y AT&T ejercieron en su momento a través del control monopólico de los suministros de petróleo y de las líneas telefónicas. Si Estados Unidos no toma medidas contra los monopolios de los datos personales (o no puede hacerlo dentro de su marco actual de defensa de la competencia) entonces es esencial que intervenga la Unión Europea.
La UE ya dio pasos audaces en esta dirección, con la aprobación del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), pero todavía no estamos preparados para el mundo digital del mañana, porque nos falta un mercado digital único. Hoy, un joven desarrollador de software que quiera lanzar una aplicación en toda la UE necesita obtener la aprobación de 28 autoridades regulatorias nacionales distintas y conseguir contratos con más de cien operadores de telecomunicaciones. No es raro entonces que las “cinco grandes” tecnológicas (Alphabet, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft) sean todas estadounidenses, y que ninguna de las 20 empresas tecnológicas más grandes del mundo sea europea.
Mientras no se extienda a los bienes y servicios digitales el mercado único que ya existe para el chocolate, la cerveza y los autos, Europa seguirá rezagada, y Silicon Valley no tendrá que temer que le surjan competidores en la UE. Pero para hacerlo, los europeos deben estar dispuestos a reemplazar las autoridades regulatorias nacionales con una agencia paneuropea única comparable a la Comisión Federal de Comunicaciones de los Estados Unidos (FCC).
La promesa de la descentralización
En un sentido más amplio, tenemos que empezar a imaginar un tipo de Internet totalmente nuevo. El objetivo debe ser crear un sistema descentralizado que no se base en granjas de servidores en poder de monopolios californianos, sino en los millones de computadoras y dispositivos que hay actualmente en uso.
Un modelo para la descentralización es el blockchain, un sistema de registro contable digital distribuido que almacena las transacciones en una multiplicidad de computadoras y obliga a obtener consenso para agregar cualquier información nueva. Es decir, la tecnología blockchain verifica y protege los datos sin necesidad de grandes intermediarios centrales (bancos, oficinas de registro, gobiernos).
Muchas de las ventajas del blockchain son obvias. Esta tecnología restaura la confianza en los intercambios de datos y hace extremadamente difícil el “hackeo” y la manipulación. Al eludir a los intermediarios tradicionales, puede eliminar los costos de transacción de la documentación y ejecución de contratos, transacciones financieras, títulos de propiedad, derechos sobre la tierra, etcétera.
Una Internet descentralizada también permitiría a las personas controlar e incluso monetizar sus datos, junto con otros productos digitales de su creación, como fotografías, videos, ilustraciones y música. Al tener posesión exclusiva del copyright de sus creaciones, los usuarios podrían comerciar directamente con otras personas, en vez de entregar una parte de sus ganancias a una plataforma tradicional.
Es verdad que la tecnología blockchain, y en particular, las criptomonedas basadas en ella (como Bitcoin) están rodeadas de escepticismo. Pero en última instancia, se trata de decidir en quién confiar. Por un lado están las grandes instituciones establecidas, como los bancos que precipitaron la crisis financiera de 2008; por el otro, un sistema descentralizado en el que numerosos participantes se controlan mutuamente. En el segundo caso, no hay necesidad de un Gran Hermano ni de “moderadores” de Facebook trabajando por monedas en algún lugar de la India. En vez de eso, el control estaría en poder de un colectivo orgánico de usuarios, algo muy parecido a como hoy funciona Wikipedia.
¿Puede una Internet radicalmente descentralizada eliminar automáticamente el lado oscuro del mundo digital y poner fin al lavado de dinero y otras actividades delictivas que usan criptomonedas? Claro que no. Pero no olvidemos que también se usa efectivo para toda clase de transacciones ilícitas, y no culpamos por ello a los bancos centrales. En comparación con el statu quo, la tecnología blockchain puede mejorar la situación en gran medida, sobre todo en combinación con computadoras cuánticas que permitan a las autoridades públicas y los organismos de control investigar usos indebidos de la encriptación y actividades ilegales.
El desafío para Europa
No hay tiempo que perder. El mundo necesita una nueva Internet, y Europa, en particular, necesita una nueva estrategia digital, que no sea mera copia del modelo estadounidense.
Una opción sería instituir el blockchain como nuevo estándar para todas las actividades digitales dentro de la UE. Lo ideal sería que los organismos públicos y las empresas reemplazarán las antiguas prácticas y modalidades de registro burocráticas con tecnologías seguras descentralizadas, con lo que aparecería una nueva generación de empresas digitales y mercados competitivos para los datos personales. Para que esto sea posible, la UE debe crear dos programas de inversión nuevos del mismo nivel del Sistema Global de Navegación Satelital Galileo: uno para promover desarrollos en inteligencia artificial, y el otro para la computación cuántica.
Pero ver los resultados de estas inversiones llevará tiempo, así que la UE también debe encarar los problemas inmediatos de la vieja Internet. El más urgente es proteger las elecciones contra ciberinterferencias extranjeras. El primer paso para ello es identificar a los agentes extranjeros que están activos en plataformas de redes sociales europeas, así como a los políticos extremistas con los que están complotados.
En Estados Unidos, donde el subfiscal general Rod Rosenstein designó a Robert Mueller como fiscal especial para investigar la interferencia rusa en la elección presidencial de 2016, ya hay decenas de acusaciones formales. Es necesario que Europa se ponga al día, sobre todo con la designación de un fiscal especial europeo que investigue y detenga las campañas de desinformación de los rusos y otros ataques contra nuestras democracias.
En segundo lugar, tenemos que actualizar la legislación electoral para adaptarla a la era digital. La mayor parte de esa legislación se redactó en un tiempo en que las campañas políticas se basaban en folletos impresos y afiches. Hoy, la batalla por el apoyo de los votantes se libra en Internet, y la manipulación malintencionada del proceso es más fácil que nunca.
En tercer lugar, las empresas de redes sociales deben ser responsables por el contenido político que se publique en sus plataformas. Toda publicidad política debería tener un “sello” digital que indique claramente la identidad de quien pagó por ella. Y para las plataformas que no cumplan debería haber multas mucho más altas que las que se han aplicado estos últimos años.
Pero también es necesario que los organismos de protección de datos sometan a un escrutinio más intenso las actividades de distribuidores de noticias falsas, bots y trolls, así como los algoritmos que les permiten llegar a un público más amplio. Para ello, los organismos pertinentes deberían designar “auditores” que hagan un seguimiento de las grandes plataformas de redes sociales, en particular antes de las elecciones y durante ellas.
Finalmente, tenemos que hacer campañas para educar a la gente sobre el uso de configuraciones de privacidad, bloqueadores de publicidad y otros mecanismos de protección digital. Fue una de las recomendaciones surgidas de las audiencias que hubo este año en la Cámara de los Comunes del Reino Unido en relación con Cambridge Analytica. Es evidente que para devolver Internet a las personas es necesario que estas tengan competencias digitales que les permitan manejarla. Saber cómo crear una cuenta en Facebook ya no basta. Los ciudadanos del siglo XXI también necesitan tener al menos una idea básica de cómo funciona Internet.
Dicho lo cual, la estrategia digital que bosquejamos aquí demandará una transferencia de atribuciones de los gobiernos nacionales europeos a las instituciones de la UE, una propuesta que siempre resulta difícil en la política europea. Pero los europeos deben aceptar el hecho de que en la era digital el Estado‑nación no puede actuar en forma independiente.
Las tecnologías digitales no reconocen fronteras políticas. Por el contrario, derivan su poder de la capacidad para trascender límites y colapsar el tiempo y el espacio. Sólo una Europa unificada puede oponerles un poder similar y ayudarnos a adoptar un modelo distinto en reemplazo de la actual era de disfunción digital. La pregunta real es si estamos a la altura del desafío.
Guy Verhofstadt, ex primer ministro de Bélgica, preside el grupo Alianza de Liberales y Demócratas para Europa (ALDE) en el Parlamento Europeo.
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