Cuando surgieron las ventas online para bienes y servicios de consumo, fueron aclamadas por empoderar a los consumidores, fomentar la competencia y reducir los costos de transacción. Pero las cosas cambiaron y ahora es la misma tecnología que amenaza el mantenimiento de mercados funcionales y competitivos.
La tecnología de la información no sólo está transformando los mercados, sino que también los vuelve ubicuos, en particular para los consumidores. Ahora, desde casi cualquier lugar del mundo, uno puede buscar bienes y servicios, comparar precios de distintos vendedores y dar instrucciones detalladas de envío y entrega, todo con un clic o un toque en la pantalla.
Es un sueño hecho realidad para cualquiera que haya crecido haciendo compras en mercados reales, físicos, con las mercancías exhibidas en estanterías, en plazas públicas o al costado del camino. En muchos casos, las compras de rutina demandaban largas esperas o un arduo regateo. Pero los mercados virtuales generan ahorros multidimensionales y reducen marcadamente los costos de transacción en todas las etapas del proceso.
Los mercados virtuales tienen potencial para mejorar sustancialmente el bienestar de los consumidores, al alentar la competencia de precios, la eficiencia y la mejora de la experiencia del cliente, ya se trate de motores de búsqueda o de plataformas centralizadas como Amazon. Y si los consumidores gastan en cada compra una fracción menor del ingreso disponible, les queda margen para consumir más, lo que estimulará la actividad económica general.
Promesa no cumplida
¿Pero están las ventas online haciendo realidad este potencial?
La descripción anterior es, por lo menos, anticuada. Hoy en día los negocios minoristas virtuales usan las actividades de los consumidores en Internet y otros datos personales para presentarles “precios personalizados”. Un ejemplo particularmente controvertido es el de las aerolíneas, que ahora usan información sobre los viajeros para individualizar los precios de los pasajes, en formas que en esencia anulan esa posibilidad de ahorro que antes ofrecían los mercados virtuales.
Si alguien busca en Internet un auto o una vacación más caros, ese hecho queda documentado mediante cookies de rastreo u otros medios de vigilancia en línea. Con esos datos, los anunciantes y vendedores digitales le ofrecerán relojes, muebles o pasajes aéreos más caros que los que mostrarían a un usuario de menos ingresos que busque las mismas categorías. Y en algunos casos, es posible que ofrezcan precios diferentes a personas diferentes por el mismo bien o servicio.
Como parte de la segmentación de mercados virtuales, las empresas digitales prueban distintos precios para estimar con exactitud la curva de demanda y su relación con las características de cada hogar. Por ejemplo, un artículo publicado en mayo de 2017 en The Atlantic señala: “Poco antes de la Navidad de 2015, el precio del condimento para tarta de calabaza se volvió loco (…) Por un tarro de una onza, Amazon pedía 4,49 dólares u 8,99 dólares, según el momento de la consulta”.
Esta forma de discriminación de precios es legal, siempre que no se base en diferencias de raza, etnia, género o religión. Llevada al extremo, implica que pronto podrían usarse datos sobre nuestras preferencias, ingresos y pautas de gasto para ponerle a cada transacción un precio calibrado individualmente. En ese caso, se extraería el 100% del excedente de los consumidores el 100% de las veces.
Es verdad que habrá bienes y servicios sin discriminación de precios, y existe la posibilidad de que vendedores físicos o nuevos competidores en busca de cuota de mercado moderen esta tendencia al ofrecer precios más bajos a todos. También puede ocurrir que en algunas industrias los datos lleguen a estar tan compartidos entre empresas competidoras que todas converjan a un único precio para cada persona. De hecho, es probable que ya exista esa clase de segmentación de precios, especialmente entre empresas que acumularon gran cantidad de datos públicos.
Esto hace pensar en la posibilidad de una fragmentación de los mercados tan extrema que a cada consumidor sólo se le ofrezcan estrictamente las alternativas elegidas conforme a sus perfiles de datos. Como cualquier estudiante de economía comprende, en una situación semejante el bienestar general disminuye, porque cada consumidor se ve obligado a pagar lo máximo que esté dispuesto a gastar en cada bien o servicio que adquiera, y no le queda ningún “extra” para sí mismo.
Big Data puede terminar siendo una amenaza para los consumidores
Para colmo de males, el veloz incremento de los requisitos de capital y habilidades necesarios para la producción (entre otros factores) está impulsando una tendencia hacia una menor competencia entre empresas en una amplia variedad de sectores en las economías avanzadas. Esto, sumado a la “extracción” sistemática del excedente de los consumidores, tendrá amplias consecuencias macroeconómicas, en particular por su efecto sobre las pautas de consumo privado. La tajada del pastel económico que los consumidores podrán comprar con el ingreso disponible se achicará en términos reales, y eso provocará una caída de la demanda agregada. De modo que a fin de cuentas, habrá menos para todos.
Mientras se discute lo que las empresas tecnológicas dominantes deberían poder hacer o no con los datos personales que obtienen de los usuarios en Internet, muchas de ellas siguen tomando esas decisiones por sí mismas (y por extensión, por todos nosotros). En aras del bienestar social en los años y décadas que vendrán, hay que asegurar que esas decisiones sean compatibles con la creación y el mantenimiento de mercados funcionales y competitivos. Al fin y al cabo, un sistema que beneficie a los consumidores beneficia a todos.
Traducción: Esteban Flamini
María González-Miranda es directora de práctica en macroeconomía, comercio internacional e inversión global en el Banco Mundial.
Ivailo Izvorski es economista principal en macroeconomía, comercio internacional e inversión global en el Banco Mundial.
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