Vivimos en sociedades agitadas por la complejidad de los problemas que afrontan y la incertidumbre que generan. Las noticias de los últimos meses revelan un malestar creciente en numerosas zonas del planeta.
Los medios nos han transmitido las intensas protestas en Chile, Colombia, Perú, Venezuela, Cuba, Haití, Estados Unidos, Nicaragua, Sudáfrica, Túnez, Egipto, Líbano, Tailandia, Hong Kong, Francia, Rusia, Bielorrusia… por citar solo algunos países, y obviando los que se encuentran en guerra abierta. No parece este un momento de paz social.
Es verdad que el malestar colectivo puede ser difuso, gratuito e incluso injusto. No obstante, no suele durar, ni crecer demasiado, si no hunde su raíz en algún suelo económico: el desempleo, las diferencias salariales, la desprotección, la carestía de los bienes básicos, la inflación elevada, la precariedad…
Si estos fenómenos cayeran del cielo inevitablemente, como caen la lluvia o el rayo, no moverían más que al lamento y la ayuda mutua. El problema es que pueden verse como el fruto de la voluntad o la inoperancia de determinados sujetos, o al menos como el resultado de ciertos mecanismos no necesarios, y entonces despiertan una natural rebeldía. Natural, no solo porque es consecuencia de una elemental lógica moral, sino también porque la cooperación y la generosidad que han impulsado nuestra, hasta ahora, exitosa evolución como especie, también empujan a reducir las desigualdades. Más aún cuando se dan en un contexto de crecimiento económico.
Los vaivenes entre ira y economía
En uno de sus últimos artículos, Miguel Ángel García Vega expone con contundencia y rigor la relación de ida y vuelta entre la ira y la economía: una economía injusta suscita descontento y este perjudica las relaciones económicas. Los datos que aporta el autor prueban esta relación. El malestar, como dice García Vega, puede convertirse en fuerza de cambio y en ese sentido resulta esperanzador. Pero cuando excede ciertos niveles y se da en sociedades maduras y con estabilidad institucional pasa a constituir un motivo de alarma.
¿Por qué? Se supone que los gobiernos democráticos deben tener la equidad como uno de sus principales objetivos. Equidad en el acceso a los servicios básicos (salud, educación, transporte…), equidad ante la ley, equidad en los salarios, etcétera. Con equidad es difícil que se genere un malestar profundo. Si se da, es que los gobiernos están fracasando en una de sus misiones ineludibles.
Después de varios años reduciéndose, según datos del Banco Mundial, el riesgo de pobreza está aumentando en el mundo. Y España no constituye una excepción, a pesar de que la renta media por hogar viene repuntando desde 2015. En ese año se situó en el nivel más bajo de la última la década, con 26 092 euros, mientras que en 2020 superó los niveles anteriores a la crisis económica de 2009, llegando a 30 690 euros.
La precariedad en el empleo y la desigualdad salarial tampoco reflejan el aumento del PIB. Esto significa que nuestras organizaciones sociales, y señaladamente el Estado, no logran distribuir equitativamente la riqueza. O, lo que viene siendo bastante parecido, no dotan a la población de una protección social eficaz, como reclama la Organización Internacional del Trabajo en su reciente Informe Mundial sobre la Protección Social 2020-2022.
No se puede decidir por intuición
¿Cuáles pueden ser las razones de este fracaso? Varias, sin duda, incluidas la complejidad de los problemas económicos, las presiones o directamente la intervención de los agentes económicos más poderosos, el coste político de ciertas medidas (subidas de impuestos, reformas estructurales, revisión de los sistemas de pensiones, cambio radical del gasto público…) o la mera incapacidad. Pero hay una causa que queremos destacar: el frecuente carácter augural de las políticas económicas. Es decir, el basar las decisiones económicas en la interpretación de ciertas señales, o en los poderes ocultos de un augur, en lugar de en datos y teorías económicas contrastables.
¿Cuántas veces un gobierno se halla en condiciones de exponer con claridad en qué teoría o al menos en qué hipótesis económica se basa para decidir cuánto invierte en educación, qué tipos impositivos aplica en la declaración de la renta o cuánto sube un impuesto especial?
Si los fundamentos de una decisión económica estuviesen claros, podría tener lugar un debate político serio y la ciudadanía podría decidir si la aplicación de una medida fracasa por sí misma, por un error de cálculo o por la coyuntura general. De lo contrario, los resultados de las medidas económicas parecen tan imprevisibles como el vuelo de un pájaro o la dirección del viento.
El carácter mistérico de las decisiones políticas sobre los asuntos económicos provoca en quienes dependen de ellas una frustración comprensible, pues ni ven a qué resultados pueden llevarles esas decisiones ni encuentran la manera racional de oponerse a ellas. Este agüerismo (si se nos permite el neologismo) produce desconfianza y, como se reconoce en la teoría económica al menos desde J. Stuart Mill, la desconfianza es el mayor obstáculo para el buen funcionamiento de la economía.
La ira social, consecuencia de la inequidad
La ira es la desconfianza extrema, la convicción de que no hay nada que hacer con otros individuos o grupos, más que enfrentarse violentamente a ellos, porque no se ve cómo apearles de sus posiciones (también violentas) por medios razonables.
El aumento de la inequidad es el resultado del fracaso institucional y el camino más seguro hacia la ira. A río revuelto hay pescadores que ganan, pero quien echa la caña necesita el agua tanto como los peces.
Una economía fuerte solo puede aparecer en sociedades sanas, es decir, equilibradas, equitativas, razonables y, por lo tanto, estables. La estabilidad económica resulta imposible sin sostén moral y fundamento científico. No es que la bondad y el conocimiento garanticen el éxito, pero mirando al cielo o a las líneas de la mano (es decir, cediendo a los caprichos o a la fuerza de quien la tiene) nunca se podrá hacer otra cosa que navegar a la deriva.
Armando Menéndez Viso es miembro de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC) y del Comité Asesor de Política Científica del Gobierno del Principado de Asturias.
Emilio Muñoz Ruiz es socio promotor de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia ( AEAC). Forma parte del equipo asociado con el proyecto RESPONTRUST ( SGL2104001,CSIC, Covid-19-207) financiado por el Fondo Europeo de Recuperación
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.