Nació en Pyongyang, luchó en la Guerra de Corea y en 1957 llegó a nuestro país con otros 11 prisioneros. Su historia está íntimamente ligada al apretón de manos de Kim Jong-un y Trump. Ayudanos a encontrar a sus compañeros.
* * *
En algún momento del año 1950, quizás en agosto o en septiembre, un muchacho de 20 años llamado Kim Kwan Ok marchó al frente de batalla en el río Nakdong, justo en el extremo sur de Corea: hasta hacía unos días, este chico estaba trabajando en un tribunal, ayudando con el papeleo y las cosas más sencillas, ganando algo de dinero para darle de comer a su familia. Su padre había muerto, y su madre y sus tres hermanos menores dependían de él.
Kim Kwan Ok no sabía hacer la venia ni disparar un arma, pero había sido reclutado a la fuerza por el gobierno comunista de la región norte de Corea y había sido asignado a una batería antiaérea compuesta por algunos adolescentes que manejaban un cañón soviético: la Guerra de Corea acaba de comenzar y mantendría en vilo al mundo en los tres años siguientes, y aún más. Sus consecuencias continúan hasta hoy.
“Ese día en el río Nakdong muchos murieron, yo tuve suerte”, dice Kim Kwan Ok, que está a punto de cumplir 89 años. “Yo vi todo eso. Dios me salvó. Un montón murieron, algunos quedaron sin piernas, otros sin brazos. Feo, muy feo. Yo tuve suerte”.
El señor Kim vive en Buenos Aires. Nació en 1929 en Pyongyang, esa ciudad que hoy es la capital de Corea del Norte, un país que en la prensa anglosajona suele aparecer como el “reino ermitaño” porque es el más cerrado del mundo y escapar es casi imposible. También es una dictadura comunista embarcada en una carrera nuclear que ahora mismo, luego de que su líder Kim Jong-un estrechó la mano del Presidente Donald Trump, parece haberse desacelerado.
El señor Kim toma un café en un restaurante de la Avenida Independencia. Habla español con acento oriental y lo mezcla con sonrisas frecuentes. Sus ojos rasgados se han hecho pequeños con la edad y mientras conversa se pierden en los recuerdos de Corea: sus quince días en la guerra, los aviones norteamericanos en el cielo, su improvisado uniforme marrón, los soldados que de noche gritaban “¡mamá!”, el miedo y la confusión. El señor Kim ya no sabe nada sobre sus tres hermanos, que quedaron en Pyongyang. Así son las historias de la Guerra de Corea.
La contienda comenzó en 1950, cuando los comunistas encabezados por Kim Il-sung (el abuelo del actual gobernante norcoreano) marcharon al sur con la ayuda de los chinos y llegaron hasta el río Nakdong. Estaban a punto de tomar toda la península cuando una coalición de 16 países encabezada por Estados Unidos entró para expulsarlos. Luego de tres años de combate, la situación quedó empatada y se firmó un cese de fuego. Pero no la paz: técnicamente, las dos Coreas siguen en guerra hasta hoy.
“Cuando los norteamericanos entraron, a nosotros nos ordenaron volver al Norte”, sigue el señor Kim. Él, que no era comunista ni militar, no quería seguir combatiendo. “Íbamos por senderos de montaña. Éramos un grupo dirigido por un oficial. En un momento, de noche, varios nos escapamos: teníamos miedo de lo que nos podía pasar si nos descubrían, pero igual lo hicimos”.
El señor Kim actúa algunos gestos cuando no encuentra las palabras. Ahora hace como que apunta un rifle, ahora como que levanta las manos: en un lugar de la provincia de Chungcheong del Norte, una patrulla surcoreana encontró a los desertores y los capturó.
“Y ya quedé prisionero”, sigue. “Prisionero de Corea del Sur. Me mandaron a un campo de prisioneros en Busan. Todos éramos del Norte y chinos: todos juntos, 7.000. Mitad chinos, mitad coreanos”. Era el campo de Geoje-do.
- ¿Cuánto tiempo estuvo ahí?
- Tres años y medio.
- ¿Cómo era la vida en ese campo?
- ¡Feo, feo! Adentro de ese campo... ¡mataban a la gente! Mataban a la gente que no conocían y no pasaba nada. No había ley.
Conocemos la historia del señor Kim gracias a Lee Kyo Bum, otro inmigrante como él, que la escribió en La inmigración coreana en Argentina, un libro publicado por la editorial Sunyoungsa en Seúl, en 1990. Allí se cuenta la odisea, hoy casi olvidada, de los doce prisioneros norcoreanos que llegaron a Argentina luego de la guerra.
Cuando acabó el conflicto, en el campo de Geoje-do les dieron a elegir a los prisioneros: podían volver a Corea del Norte, podían quedarse en Corea del Sur o podían emigrar, con la ayuda de Naciones Unidas, a un país neutral.
El señor Kim pensó que no podía regresar al Norte, de cuyo ejército había escapado: “Me matan, seguro”. Pero en el Sur no tenía dinero, ni propiedades, ni parientes. Su vida cambió totalmente.
La repatriación de los prisioneros fue uno de los puntos más delicados en el armisticio que firmaron las dos Coreas en 1953. La Comisión de Repatriación de Naciones Neutrales, con India a la cabeza, supervisó el regreso de 83.000 norcoreanos hacia el Norte y el asentamiento de otros 22.000 en el Sur. Una minoría de 88, compuesta por 76 norcoreanos y 12 chinos, prefirió emigrar. Muchos quisieron ir a Estados Unidos, pero como no era un país neutral, no pudieron. Pidieron por México, para viajar luego hacia el norte. Pero México no abrió sus puertas.
En cambio, Argentina y Brasil sí lo hicieron.
El 9 de febrero de 1954, estos prisioneros dejaron Corea en un barco rumbo a su primera parada: Madras (ahora Chennai), en la India. Desde allí, luego de tres años en otro campo (aunque menos restrictivo), serían trasladados a Sudamérica.
El señor Kim examina la lista de los doce prisioneros que eligieron venir a Argentina, entre los que él se cuenta.
- Lim Ik Kan: “Está vivo. Tiene una hija que vive en Canadá”.
- Han Yong Mo: “Se fue a Norteamérica”.
- Park Chang Kun: “Está en Norteamérica. Vive”.
- Park Sang Shin: “No sé a dónde está”.
- Hong Il Sob: “Está en Corea. No sé cómo andará”.
- Jang Ki Doo: “No sé a dónde está”.
- Jung Jung Hee: “No sé a dónde está”.
- Kim Kwan Ok: “Yo”.
- Jung Choo Won: “Falleció. Fue capitán de barco”.
- Cho Chol Hee: “Se fue a Norteamérica. Murió”.
- Son Jae Ha: “Vivía acá, pero ya murió. Dejó dos hijas”.
- Lee Cho Kyun: “No sé a dónde está”.
Cuando llegó a Argentina, al señor Kim le costó conseguir un empleo. Pero encontró una tintorería japonesa de casualidad, “en Viamonte 366”, y allí trabajó durante un año. Luego ingresó al laboratorio de revelado de Otto Hess, una compañía de óptica, con sección de fotografía. Más tarde consiguió un puesto como fotógrafo de sociales en La Boca y Barracas. “Yo tenía una cámara Konica”, dice. “Famosa máquina no podía comprarme, no tenía plata”. Con los años, llegó a ser también martillero público y a trabajar en el campo y en un supermercado.
Y mientras tanto se casó, tuvo un hijo, fundó la Asociación Coreana y se convirtió en su primer presidente: el señor Kim consiguió la radicación de 2.000 coreanos y por eso fue invitado después a Seúl, adonde el gobierno surcoreano lo condecoró. Luego viajó dos veces más, también invitado.
Con los años, el señor Kim se convirtió en un respetado personaje de la comunidad coreana: uno de sus patriarcas.
Sólo le falta cumplir una misión en la vida: reencontrarse con su familia. “En esta situación, no sé si ocurrirá”, dice, con un poco de melancolía. “Estoy esperando, pero ¿cuánto tiempo? Va a haber que esperar cien años, por lo menos. Toda la vida. Qué triste, es muy triste”. Hasta el día de hoy sigue soñando, a veces, con su madre. Ella se llamaba Hang Su-ok.
- ¿Quiere volver a Corea del Norte?
- Cuando esté bien, volveré. Cuando no haya comunistas, entonces sí, iré en seguida. Antes no. ¡Si voy, me matan! Totalmente, no, en contra.
- ¿Intuye que sus hermanos están vivos?
- Yo creo que sí. Alguno seguro murió, pero son tres.
- ¿Será que sus hermanos creerán que usted murió en la guerra?
- ¡Claro, claro! Les mandé cartas varias veces. Nunca me contestaron. El gobierno comunista no permite que lleguen las cartas. Para ellos, yo no existo más. Pero estuve acá todos estos años.
Epílogo
La Guerra de Corea es un problema en tiempo presente: las familias divididas, como la del señor Kim, se han repartido a lo largo del mundo. Y mientras no puedan recuperar contacto, el crimen de su partición continúa vivo.
Contar la historia completa de los doce prisioneros coreanos que llegaron a Argentina en 1956 y en 1957 nos permitirá comprender mejor de qué se trata el conflicto que protagoniza Kim Jong-un, que nos puede parecer extraño o lejano, pero que en realidad está mucho más cerca de lo que creemos.
Ayudanos a encontrar a los otros 11 inmigrantes coreanos, aquellos hombres que cambiaron su destino de prisioneros y que en Argentina se convirtieron en pioneros de una comunidad esforzada y pujante.
Si sabés algo de ellos o de sus descendientes, por favor escribinos a javiersinay@redaccion.com.ar
Queremos saber más.