Amar Bhidé es profesor de la Escuela Fletcher de Derecho y Diplomacia de la Universidad Tufts y autor de "A Call for Judgment".
No hay duda de que la inmigración brinda una gran cantidad de beneficios, tanto para los inmigrantes como para la población nativa. Pero si se quiere mantener una inmigración ampliamente beneficiosa, los países de destino deben reconocer y abordar los riesgos reales que plantea.
A pesar de la actual reacción contra el libre comercio, de la cual la agenda proteccionista “Estados Unidos primero” del Presidente estadounidense Donald Trump es un ejemplo destacado, la facilitación de bienes y servicios sigue teniendo sentido en lo económico. El tema de la inmigración –es decir, el movimiento de mano de obra entre fronteras- no es menos interesante, aunque es mucho más complicado.
Para un libertario como yo, los beneficios del libre comercio son evidentes: las transacciones entre vendedores y compradores bien dispuestos, dentro de una economía o más allá de las fronteras, casi siempre beneficia a ambos lados. Si bien pueden ser necesarias restricciones para garantizar, digamos, la seguridad de los bienes que entran a un mercado, se debería mantener un mínimo de barreras.
Por otra parte, no vale la pena limitar el comercio o castigar a los países que, se supone, subsidian injustamente sus exportaciones o permiten que los empleadores exploten a sus trabajadores. Puede parecer justificado limitar las importaciones de los países con bajos salarios y malas condiciones de trabajo, pero en realidad priva a esos mismos trabajadores mal pagados a ganar lo poco que reciben. Al mismo tiempo, impone un impuesto injustificado y con frecuencia regresivo sobre los consumidores.
¿Por qué es la inmigración diferente del comercio?
A primera vista, la inmigración parece tener pocas diferencias con el libre comercio: en lugar de importar los bienes que la mano de obra produje en el extranjero, los países simplemente importan la mano de obra misma. En ciertas maneras, los beneficios potenciales de la inmigración pueden ser incluso mayores que los del libre comercio.
Los mismos inmigrantes se benefician de salarios más altos, así como de una mayor seguridad y libertad individual. La población local también gana, ya que la nueva mano de obra realiza tareas menores o desagradables, amplía la base tributaria y expande los mercados internos. Lo que es más importante: los inmigrantes pueden aportar una energía emprendedora importante y enriquecer la comunidad local con su cultura, comida y tradiciones.
El apoyo a la inmigración tiene además un atractivo moral adicional. Quizás les resulte difícil a los libremercadistas de línea dura persuadir a los escépticos misericordiosos que permitir el funcionamiento de fábricas explotadoras lejanas es mejor que eliminar los empleos mal pagados que proporcionan. Acoger y proteger a inmigrantes que enfrentarían torturas o hambre en sus países de origen se alinea más fácilmente con nuestros instintos humanitarios.
No hay mejor ejemplo de los beneficios de la inmigración que Estados Unidos. Generaciones sucesivas de inmigrantes convirtieron a este joven país, con su economía agrícola retrasada en lo industrial, en la mayor potencia tecnológica y militar del mundo. Los inmigrantes hicieron de Nueva York una meca cultural y a Los Ángeles un centro de la industria fílmica global. Dar la bienvenida a las “abigarradas masas que anhelan respirar libertad” dio al país por largo tiempo un propósito optimista y edificante.
Hay que admitir los costos sociales de la migración
Pero ni siquiera un inmigrante como yo puede pasar por alto los riesgos que conlleva la inmigración. A diferencia del libre comercio, la inmigración suele ser una opción unilateral, más que un intercambio voluntario y bilateral. Y, si bien puede implicar ventajas para los locales, eso no siempre es así.
Un ejemplo extremo de esto es la colonización. El “nuevo mundo” que “descubrieron” los exploradores europeos no lo era para quienes ya vivían allí. Los inmigrantes europeos, a menudo escapando de demandas judiciales o el hambre, usurparon los territorios y tierras de caza de los pueblos originarios, obligándolos a firmar tratados que no cumplirían, arrinconándolos en reservaciones y aniquilando a quienes se resistían.
De manera similar, los colonos europeos en Australia declararon el continente terra nullius, o libre para quien lo quiera tomar, mataron a los pueblos aborígenes y obligaron a sus hijos a ser adoptados para acelerar su asimilación cultural.
Por supuesto, los inmigrantes actuales no van a saquear ni usurpar Estados Unidos o sus países de destino en Europa, pero eso no significa que acogerles sea gratis.
Si bien muchos encuentran empleos productivos y pagan impuestos, algunos no lo hacen, tensionando las redes de seguridad social en tiempos de altas deudas externas y rápido envejecimiento demográfico. Son riesgos que se exacerban cuando llegan inesperadamente grandes cantidades de migrantes o refugiados, saturando los sistemas de educación y sanidad pública, así como la capacidad de viviendas.
También hay que considerar los riesgos a la seguridad. Sin duda que las fuerzas políticas nativistas y populistas exageran muchísimo los vínculos entre inmigración y crimen, incluido el terrorismo. Pero eso no significa que no existan.
Por ejemplo, es completamente posible que algunos miembros de bandas criminales cuyas actividades hicieron que miles de migrantes centroamericanos caminaran en caravana a la frontera entre México y Estados Unidos para pedir asilo intenten colarse con ella. De manera similar, un terrorista de Estado Islámico bien podría intentar entrar en Europa entre las hordas de desesperados solicitantes de asilo procedentes de Siria.
Es más, puede que los inmigrantes ilegales sigan conectados o incluso controlados por las organizaciones delictivas que los contrabandearon y reasentaron. En cuanto a los inmigrantes legales, históricamente los enclaves étnicos aislados de un control eficaz por parte de las autoridades estadounidenses han creado espacio para la expansión local de las mafias de sus países de origen.
Los riesgos se extienden más allá de los recién llegados. En los últimos años, inmigrantes de segunda generación que rechazan los trabajos menores que sus padres se vieron obligados a tomar, pero carecen de la educación y aceptación social necesarios para ascender socialmente, han ejecutado ataques terroristas.
Un ejemplo es Salman Abedi, hijo nacido en Gran Bretaña de inmigrantes libios que hizo un ataque con bomba suicida tras un concierto de la cantante estadounidense Ariana Grande en Manchester en mayo de 2017.
Son casos de una rareza extraordinaria. Y, sin embargo, su creciente frecuencia en los últimos años resalta la importancia de manejar la inmigración con eficacia (lo que incluye destinar fondos a los recursos correspondientes) en el corto y largo plazo.
Hay quienes argumentan que para reducir los riesgos que conlleva la inmigración, los países deben usar una especie de sistema de puntos que se basen en antecedentes como la educación, ya que se supone que es menos probable que quienes poseen un alto nivel educativo caigan en el paro o cometan delitos.
Es necesario ser realista
Pero una persona no necesita estudios avanzados para hacer aportes inestimables en los ámbitos empresarial, tecnológico o artístico. Y sería, de plano, injusto rechazar a solicitantes de asilo por no tener un doctorado. La selección por razas es también inaceptable, por supuesto.
Más sensato sería comenzar con una evaluación de una serie de factores, como la infraestructura pública (¿cuántos inmigrantes puede sustentar de manera razonable?) y la eficacia de la verificación de antecedentes (¿qué les ocurre a los inmigrantes cuyas historias no se pueden confirmar?)
El nativismo no debería tener voz en estos debates, pero tampoco el idealismo poco realista. La clave para una inmigración mutuamente beneficiosa es un pragmatismo realista. La mejor manera de reducir el miedo es manejar los riesgos.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
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