¡Buenos días! La primera ministra de Nueva Zelanda propuso que los líderes políticos se involucren en la lucha contra la desinformación en Internet. Ante sus dichos, los defensores de la libertad de opinión encendieron sus alarmas y el debate quedó instalado.
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Watch out! Jacinda Ardern se estará preguntando si valía la pena. Le tocó hablar el 23 de septiembre en la Asamblea General de la ONU y no tuvo mejor idea que manifestar su preocupación por la “información errónea y la desinformación” que circula en Internet: un “desafío que nosotros, como líderes, debemos encarar. Lamentablemente, es fácil dejar este problema en los márgenes. Y entiendo el deseo de dejárselo a alguien más. Como líderes, incluso el más sutil de los acercamientos a la desinformación puede interpretarse como hostil a los principios de la libertad de expresión que tanto valoramos”. Profética: minutos después, ya eran miles los medios y los usuarios de Twitter de todo el mundo alarmados por sus palabras.
Es que Jacinda se encargó de despejar toda duda sobre lo que había querido decir: “Cómo asegurar los derechos humanos de alguien si están sujetos a una retórica y una ideología peligrosa y odiadora. Las armas pueden ser diferentes (a las de antes), pero los objetivos son los mismos: causar caos y reducir la capacidad de los demás de defenderse a sí mismos”. Y remató: “Pero tenemos la oportunidad acá de asegurar que esas armas de guerra no se conviertan en una parte establecida de la guerra”. En otras palabras: aunque esto moleste a algunos, los líderes políticos tienen que establecer qué se puede y qué no se puede decir en Internet, y así evitar la desinformación y los mensajes de odio que tanto daño hacen. Todo con una sonrisa.
El problema de la libertad de expresión admite múltiples ángulos de análisis. A modo de primer acercamiento, podrían ensayarse tres:
- Epistemología. No hay un parámetro claro e inequívoco sobre cuáles son discursos del odio y cuáles no. Afirmar que un funcionario es corrupto podría ser síntoma de odio. O difundir un meme burlesco. O también opinar sobre los errores de un presidente o de un primer ministro. O filmar a un dirigente político en un lugar público en una situación poco feliz y compartirlo en las redes. Si no hay un criterio universalmente válido, todo puede ser reprobable.
- Autoridad. Como el problema epistemológico no tiene solución, hay que asignarle a alguien el rol de juez infalible. ¿Quién sería? ¿Puede un Gobierno determinar legítimamente qué es desinformación o cuáles mensajes alientan el odio y cuáles no? Ardern parece estar en esta postura, ignorando el problema de credibilidad de los líderes políticos del mundo entero. ¿Y si no fuera el Gobierno, entonces quién? ¿Académicos, científicos, un comité de notables, Google, un algoritmo? Nadie goza de esa autoridad: cualquier opción sería arbitraria.
- Laissez faire. Si no hay modo de determinar con certeza qué discursos son de odio ni nadie tiene la autoridad para zanjar la cuestión, no queda opción que dejar el problema en manos de la multitud: the power of crowds. La gente selecciona los mensajes porque confían más en algunas fuentes que en otras, porque ciertas afirmaciones les parecen más verosímiles, porque hay enfoques que confirman los propios prejuicios y eso serena sus espíritus. O por las razones que sean. Libertad para acertar, libertad para equivocarse. Libertad a secas.
Ya existen, en casi todos los ordenamientos jurídicos, delitos que se cometen a través de la palabra: calumnias, injuria y difamación. Pretender ir más allá de eso parece contradecir la sensibilidad de una época en la que se desconfía de todo, especialmente de la autoridad. Igual, Jacinda —como otros políticos que ya han transitado ese camino— puede opinar distinto, si quiere. E incluso decirlo: la democracia se lo permite.
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Tres preguntas a Jordan Peterson. Es un psicólogo, académico y crítico cultural canadiense, profesor de la Universidad de Toronto. Sus estudios se enfocaron en la psicopatología y la psicología social y de la personalidad.
¿Por qué es tan importante la libertad de expresión?
No creo que la libertad de expresión sea un derecho entre otros. Creo que no hay ninguna diferencia entre libertad de expresión y de pensamiento. Y el pensamiento tiene que ser libre, porque si no es libre, no es pensamiento. La mayoría de las veces tenemos que pensar en cosas en las que no queremos pensar: si todo va bien, qué necesidad hay de pensar. Cuando tenemos un problema, tenemos que pensar, y en ese caso nuestro pensar es problemático porque vamos a pensar cosas que nos molestan o molestan a otros. Eso es parte de lo que necesariamente sucede si estás realmente pensando. Aunque a veces pensamos en imágenes, la mayoría de las veces pensamos en palabras. Usamos un mecanismo construido sociológicamente, el mundo de las palabras, para organizar nuestra propia psique.
¿Cuál es el fundamento sociológico más profundo de la libertad de expresión?
Cuando pensamos, hay básicamente dos componentes. Cuando creemos que tenemos un problema, nos preguntamos cosas, y las respuestas aparecen en nuestra imaginación, en general de manera verbal. Ese es el aspecto revelatorio del pensamiento. Lo que sigue es qué hacemos cuando recibimos la respuesta. Lo que hacemos, si podemos pensar, es usar el lenguaje para diseccionar la respuesta. La libertad de expresión no tiene un fundamento hedonista: que cada uno diga lo que quiera por darse el gusto. No. El fundamento es que la sociedad necesita definir cómo quiere encarar el futuro —que es siempre cambiante— de manera colectiva, y eso se logra con la competencia y combinación de opiniones libres de sus miembros. Una sociedad tiene posibilidades de subsistir si deja a sus miembros que, sin ningún orden, y a veces de manera incómoda, colectivamente busquen la verdad, antes de tomar las decisiones que los lleven al futuro.
¿Qué efectos tiene el respeto a la libertad de expresión?
Lo más extraordinario, y más fundamental, de la libertad de expresión es que aloja la conciencia de los individuos. Me parece interesante que, en la tradición judeocristiana, en el Génesis se cuenta que Dios (a cuya imagen están hechos el hombre y la mujer), tiene la capacidad de convertir el caos originario en un hábitat bueno a través del logos, de la palabra. Eso implica que la palabra verdadera es capaz de sacar del caos un orden habitable, y eso es lo que caracteriza también a los hombres: esa capacidad de organizar el caos y volverlo habitable para nosotros. Puede o no gustarnos, pero en eso está basada nuestra cultura. Intentá basar nuestras relaciones personales en cualquier otra concepción y vas a ver lo que sucede. La gente está desesperada por ser tratada de ese modo: queremos que el otro nos vea como alguien que tiene algo que decir, a quien vale la pena escuchar.
Las tres preguntas a Jordan Peterson están tomadas de la charla “Why I’m so obsessed with free speech”. Para acceder a su versión en video, podés hacer click acá.
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Argentina, 1985. Por Orlando Di Pino.
Esta no es una crítica cinematográfica, sencillamente pretendo narrar un puñado de sensaciones que me provocó Argentina, 1985.
Es difícil etiquetarla, confluyen en ella el thriller judicial, la historia tantas veces vista de un tipo ordinario obligado a vivir momentos extraordinarios, la épica de un grupo de inexpertos convocados a una misión tan crucial como inesperada, testimonios que te dejan temblando en la butaca, datos históricos que muchos hemos leído en los diarios y otros ya en los libros de historia, hay algunos vericuetos ficcionales, también tiene la cuota de humor necesaria y le sobra emoción por todos lados.
Es una gran película y resulta muy complicado encontrarle huecos a una narración fílmica tan contundente como ágil y apoyada en actuaciones fantásticas. Hay un juego entre imágenes reales de aquellos días con imágenes de hoy, fundidas tecnológicamente, que conforman mucho más que una buena treta del director; el efecto funciona como una continuidad —casi imperceptible— de los tiempos que se fusionan —caprichosos— ignorando a los almanaques.
Un tal Darín que hace de Strassera y un tal Peter Lanzani que hace de Moreno Ocampo, son como Batman y Robin en el Palacio de Tribunales de la Argentina, debiéndose enfrentar, sin guión previo, y de un día para el otro, con los enemigos más peligrosos y sádicos que nunca se imaginaron.
Debieron hacerle frente al momento más crucial de la vida profesional y personal de ambos; porque un día —casi sin darse cuenta— los esperaba la historia a la vuelta de la esquina y los tipos se armaron como pudieron, dudaron como dudan los humanos, sintieron miedo como sienten los antihéroes, fueron empujados por vientos de valentía y furia como les pasa a los superhéroes y un poco inconscientes y un poco locos salieron al ruedo.
La película es también un espejo provocador, un espejo en el que debemos mirarnos, aunque no tengamos ganas, es una trompada que nos interpela y nos interroga y nos enfrenta a la incomodidad de preguntarnos qué nos pasó para estar donde estamos, habiendo sido capaces de hacer lo que hicimos hace apenas 37 años.
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Oportunidades laborales
- The Nature Conservancy abrió la búsqueda de Communications Specialist, Argentina.
- LLYC busca Consultor/a Senior de Asuntos Públicos.
Hasta acá llegamos esta semana. Todas tus ideas, propuestas o consultas son bienvenidas. Podés escribirme a comms@redaccion.com.ar
¡Hasta el miércoles que viene!
Juan
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